Un año más nos acercamos a la celebración de la fiesta de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos. Son fechas para el recuerdo, en las que se reaviva el sentimiento religioso, así como el recuerdo de los familiares y amigos que nos han dejado. Fechas propicias para reflexionar sobre la vida y la muerte, sobre el sentido de la existencia y el más allá, sobre la orientación que damos a nuestra propia existencia. Todo ello en medio de un ambiente en que la muerte se va convirtiendo en una especie de tabú, un tema casi prohibido en nuestras conversaciones, algo de lo que es mejor no hablar. Paradójicamente se intenta esconder el hecho más universal, el más seguro, porque a todo ser humano le llega un momento en que muere, ya que la realidad de la muerte es algo que está unido indisolublemente a la existencia.
La muerte nos produce temor porque significa un tránsito hacia algo que ignoramos en buena parte y que además, no podemos controlar; hasta ahí no llegan los avances de la ciencia y de la técnica. De tanto en tanto me gusta recordar que desde nuestra perspectiva creyente, no consideramos al ser humano como el producto de una evolución ciega, sino como el fruto de un designio de amor. Fruto del amor de Dios y de sus padres. Más aún, para el cristiano, la vida y la muerte están iluminadas por el misterio pascual del Señor, por la muerte y resurrección de Cristo. Esa es la perspectiva desde la que planteamos nuestra existencia y desde esa esperanza contemplamos el más allá. Por eso procuramos vivir con intensidad cada momento, desarrollando los talentos que Dios nos ha dado.
Eso no significa que nuestra vida esté exenta de dificultades, de problemas, de sufrimientos o de persecuciones. San Pablo escribió su segunda carta a Timoteo desde la prisión esperando ser juzgado.. Es consciente de que su muerte es inminente, y la acepta con plena conciencia. Está preparado y considera la muerte como una ofrenda de su vida. Con serenidad dirige una mirada retrospectiva y constata que no han faltado persecuciones y padecimientos en su ministerio, pero siempre ha experimentado la presencia del Señor, que le fue salvando en cada circunstancia.
Lo más importante es el resumen que le brota espontáneamente: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe”. Por eso puede aguardar con tranquilidad la corona del vencedor y que el Señor, por quien se ha gastado y desgastado en su fecundo ministerio, le lleve a su reino celestial. A lo largo de su vida ha servido a Cristo, predicando su evangelio; ha administrado los misterios de Dios; se ha mantenido fiel y firme ante todo tipo de adversidades; se ha entregado hasta el final al servicio de los hermanos. Por eso al final del camino, a punto de llegar a la meta, se dirige sereno y lleno de confianza a la casa del Padre, al encuentro definitivo con Cristo, después de una trayectoria extraordinariamente fecunda.
Nuestra existencia aquí en la tierra es un don de Dios; nuestro tiempo es un talento que debemos hacer fructificar. Vale la pena vivir intensamente, llenando de fe, esperanza y amor las cosas pequeñas y grandes de cada día, superando las dificultades, alcanzando los objetivos, comprometiéndonos con un ideal de altura; vale la pena recorrer la carrera de la vida al ritmo que Dios nos marque, en compañía de los hermanos; vale la pena conservar la fe, con fidelidad, con firmeza, con valor. Procuremos en estos días mantener la tradición de visitar los cementerios y de rezar con afecto por nuestros difuntos, de renovar nuestra fe en Dios y en la vida eterna, de ofrecer un testimonio de esperanza a nuestros coetáneos. Y que al final del camino, como san Pablo, lleguemos con paz y alegría a la meta de nuestra peregrinación.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa