El último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Hoy, en la lectura del Evangelio, escucharemos la parábola del Juicio Final, en la que unos y otros preguntan al Señor cuándo le vieron hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo o encarcelado, y le auxiliaron, o no lo hicieron. Y el Señor les responde: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Esta identificación del Señor con los hermanos más pequeños es posible porque, como nos señala el Concilio Vaticano II, “con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22). El amor al prójimo, la solidaridad con él, es fruto de la comunión que se fundamenta en el misterio trinitario y en el misterio de la encarnación del Hijo; su unión con cada ser humano hace que pueda decir: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis».
Cristo ha venido a salvar a todos los hombres y mujeres de todos los lugares y de todos los tiempos; por eso todos los caminos de la Iglesia conducen al ser humano concreto e histórico y a la vez el ser humano es el camino de la Iglesia. Este es el primer camino que la Iglesia debe recorrer, porque Cristo mismo lo ha trazado y conduce a través del misterio de la Encarnación y de la Redención. Ciertamente nuestra vida está integrada en una trama compleja de relaciones humanas, económicas y sociales; gozamos de unos avances técnicos asombrosos; disponemos de unos conocimientos extraordinarios que nos aportan las ciencias humanas; pero a la vez nos vemos sumidos con frecuencia en la confusión, en la pérdida del sentido de la existencia. En el fondo, el ser humano sigue siendo un misterio, que en su realidad más profunda, sólo se esclarece en el misterio de Jesucristo, el Verbo encarnado (Cf. GS 22).
La sociedad sólo puede funcionar debidamente si coloca al ser humano en su centro, si promueve la dignidad de la persona, y si tiene en cuenta a Dios, ya que lo que sostiene la vida personal y social es el anclaje último en Dios. La persona ha de ocupar la centralidad de toda la actividad humana ya sea docente, económica, social, etc, como miembro de la sociedad y sobre todo como persona dotada de una dignidad trascendente, de unos derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada por nada ni por nadie. Ninguna actividad humana puede desvincularse de las exigencias éticas. Como nos han recordado el papa Benedicto XVI y el papa Francisco, la Iglesia no pretende inmiscuirse en la política de las Administraciones ni ofrece soluciones técnicas; ahora bien, tiene una palabra profética que pronunciar y un trabajo que realizar a través de sus miembros para la construcción de una sociedad a la medida del ser humano, de su dignidad, de su libertad, y que favorezca su desarrollo integral.
En esta celebración de la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, contemplemos a Cristo, según expresaron los padres conciliares en el Vaticano II, como “fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: "Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra" (Eph 1,10)” (GS 45).
+ Josep Àngel Saiz Meneses Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa