¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (14/04/19)

Celebramos un año más el Domingo de Ramos. Como aquella multitud de discípulos que se entusiasmaron en el primer Domingo de Ramos, también nosotros proclamamos con entusiasmo: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Aclamamos a Jesús, que es el Maestro, el Salvador, el centro de la vida, de la historia, la Vida que da sentido a nuestra vida. En él se han cumplido las Escrituras y ha comenzado el tiempo de salvación.  Con él ha llegado el tiempo de gracia para los pobres, los cautivos, los oprimidos. Viene a liberar de la ceguera del cuerpo y del espíritu, de la pobreza y la esclavitud, viene a liberar del pecado. Él es el Ungido de Dios por el Espíritu para anunciar la Buena Noticia del Reino a los desheredados y pecadores de la tierra, necesitados de la salvación.

¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Con esta expresión de gozo y júbilo los habitantes de Jerusalén recibieron a Jesús. Hoy, Domingo de Ramos, también lo acogemos en nuestro corazón, y actualizamos la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando se acercaba para la celebración de la Pascua. Entra en la ciudad rodeado por una multitud jubilosa y expectante, segura de que él es el Mesías, porque  ha confirmado con su palabra y, sobre todo, con sus milagros los anuncios de los antiguos profetas. Sin embargo, Él es muy consciente de que no llega a Jerusalén para ser entronizado como rey sino para consumar el misterio de su pasión, muerte y resurrección, y de que la corona que va a recibir será una corona de espinas.

Jesús ofrecerá su vida en la cruz por la remisión de los pecados de la humanidad. Su muerte será la culminación de lo que ha sido su vida entera, libremente entregada y sacrificada por la salvación de los hombres. No había venido a ser servido sino a servir y dar su vida como rescate por muchos (cf. Mc 10,45). Su acto de dar la vida es la consecuencia de su trayectoria vital, una entrega en totalidad a los demás. La cruz será el gesto supremo de servicio y donación: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida (…). Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente» (Ju 10, 17-18). Contemplando la cruz percibimos el inmenso amor de Dios, un  amor eterno, infinito,  encarnado en la actuación misericordiosa de Jesús, que alcanza en la cruz su máxima realización: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Ju 15,13). 

Pero su vida no acaba con la muerte en la cruz. El Señor resucita venciendo a la muerte y se convierte en fundamento y esperanza de resurrección para todos los seres humanos. El amor redentor de Dios es más fuerte que la muerte.  El que fue colgado de un madero, ha sido resucitado por Dios y exaltado con su derecha (cf. Hech 5,31). La resurrección de Cristo es principio de la vida nueva para la humanidad. La vida del cristiano consiste en vivir en Cristo, en la alegría inmensa por ser salvado y por sentirse salvado, por saberse asociado a la obra de la salvación. A la vez, será preciso imitar y asimilarse al Resucitado, trabajar en la edificación de la Iglesia, con alegría y entusiasmo.

Ser cristiano significa seguir el camino que Cristo nos ha marcado, es tener los mismos sentimientos de Cristo, penetrar sus sentimientos y vivirlos, es en definitiva vivir la humildad y la entrega, la generosidad y el desprendimiento. Él, siendo igual a Dios, asumió la condición humana hasta la muerte y muerte en Cruz, pero Dios lo exaltó y le concedió el Nombre sobre todo nombre (cf. Flp, 2,5-11).

Os deseo a todos que tengáis una Semana Santa de verdad. Que María, Madre y Maestra nos acompañe para vivirla con fruto.

+ Josep Àngel Saiz Meneses

Obispo de Terrassa