En algún momento de la vida todos nos preguntamos: ¿qué es el ser humano? Encontramos respuestas en la mitología, la filosofía, la sociología, la literatura, la medicina, la psicología, la religión, etc. De las diversa respuestas a esta pregunta derivan diferentes antropologías, es decir, diferentes concepciones de lo que es el ser humano. Nuestra antropología se fundamenta en la revelación cristiana, que nos manifiesta un designio del amor de Dios, y nos enseña que el ser humano ha sido creado «a imagen de Dios», con capacidad para conocer y amar a su Creador. Nos enseña también que Dios ha constituido al hombre señor de toda la creación y que debe ordenarla para gloria de Dios y para su propio perfeccionamiento (cf. Gn 1,28).
Los elementos fundamentales de la antropología cristiana son, pues: la dignidad de la persona humana, creada a imagen de Dios, capaz de conocer y amar a su Creador; su relación con las criaturas terrenas, su actuar en el mundo, vinculado al respeto a la naturaleza y a sus leyes, perfeccionándolo según el proyecto del Creador; y por último, su condición social, el hecho de que está llamado a existir en la comunión interpersonal. Ahora bien, el ser humano sólo puede subsistir si salvaguarda la relación con Dios, que lo ha creado y lo mantiene en la existencia, si es fiel a sus mandatos (cf. Gn 2,16). Esta relación con Dios no sólo es esencial, sino que también es la dimensión que engloba todas las demás relaciones. Esta concepción de la persona humana, de la sociedad y de la historia se fundamenta en Dios y en su designio de salvación.
La doctrina social de la Iglesia presenta al hombre integrado en la compleja trama de relaciones humanas, económicas y sociales de la sociedad moderna. Toda la vida social tiene como protagonista a la persona humana, que ha de cumplir el mandato del libro del Génesis: «Creced y multiplicaos, y dominad la tierra» (Gn 1,28). La persona humana es, pues, el sujeto protagonista del trabajo y del estudio, de la investigación y del arte, de la educación y del cultivo de la tierra. El subrayado no hay que ponerlo en las actividades concretas sino en las personas mismas, que son los sujetos de tales actividades. El ser humano es el sujeto en el momento de la actividad y en el descanso, cuando reza y cuando trabaja, cuando duerme y cuando se alimenta, cuando reflexiona y cuando se divierte.
Uno de los peligros de nuestro tiempo consiste en reducirlo todo al producir, a la utilidad. Por eso es preciso poner la atención en la persona concreta, y partir de su integridad, de sus necesidades, de sus potencialidades. El centro de la actividad económica ha de ser ocupado por la persona y la búsqueda del bien común, y no puede ser monopolizado por el puro rendimiento y menos aún por el beneficio. Es urgente que el fundamento ético retorne a la política económica. El papa Francisco lo expresó con claridad en su visita a la casa de acogida Dono di María en Roma: «Un capitalismo salvaje ha enseñado la lógica del beneficio a cualquier precio; de dar para obtener; de la explotación sin contemplar a las personas».
La sociedad sólo puede funcionar debidamente si coloca a la persona en su centro, si promueve su dignidad, y si tiene en cuenta a Dios, ya que el anclaje último en Dios es lo que sostiene la vida personal y social. Promover la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada por nada ni por nadie. La economía no puede desvincularse de las exigencias éticas. No es misión de la Iglesia ofrecer soluciones técnicas y no debe inmiscuirse en la política de las Administraciones. Ahora bien, tiene un mensaje que ofrecer para que la sociedad se construya a la medida del ser humano, de su dignidad, de su libertad y que favorezca su desarrollo integral.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa