El amor humano y su plenitud.

La encíclica Dios es amor está articulada en dos grandes partes. La primera  presenta una reflexión teológico-filosófica sobre el amor en sus diversas dimensiones. La segunda trata del ejercicio concreto del mandamiento del amor hacia el prójimo. Os propongo esta semana algunos aspectos de la primera parte.
El término amor es una de las palabras más usadas y de más variadas acepciones. Entre sus significados destaca como arquetipo del amor por excelencia entre hombre y mujer, aquel que en la antigua Grecia era definido con el nombre de eros. En la Biblia y sobre todo en el Nuevo Testamento, se profundiza en el concepto de amor, y se llega a una superación de la palabra eros en favor del término ágape, para expresar un amor oblativo. Avanzando el contenido del documento, el Papa dijo en los días previos que quería mostrar el concepto de amor en todas sus dimensiones. Y aún cuando hoy en día, la palabra amor parece algo muy lejano de lo que un cristiano piensa cuando se habla de caridad, él quería mostrar que se trata de un único movimiento, con diversas dimensiones.
El eros, el amor entre hombre y mujer, proviene de la misma fuente que el amor que renuncia a sí mismo a favor de la otra persona. Esa fuente es la bondad del Creador. El eros se transforma en ágape en la medida en que dos personas se aman realmente, y «en la medida en que cada una no se busca a sí misma, su propia alegría o su propio placer, sino que busca sobre todo el bien del otro». Cuando se ama de ese modo, el eros se transforma en caridad, en un camino de purificación y profundización. Y se abre desde la propia familia a la gran familia de la sociedad, a la familia de la Iglesia, a la familia del mundo. Esta visión del amor, propia del cristianismo, a menudo ha sido juzgada de forma negativa como un rechazo del eros y de la corporeidad. Pero el sentido de esta profundización es otro. El eros, que ha sido puesto en la naturaleza del ser humano por Dios, tiene necesidad de purificación y de madurez para no perder su dignidad original y no degradarse a puro sexo, convirtiéndose en simple mercancía. No se trata de condenar la corporeidad, sino de considerarla en todo su valor.
La fe cristiana ha considerado siempre al hombre como un ser en el que espíritu y materia se compenetran uno con otra, alcanzando así una nobleza nueva. Eros y ágape no están nunca completamente separados, al contrario, cuanto más encuentran su justo equilibrio, más se cumple la verdadera naturaleza del amor. Si bien el eros al principio es sobre todo deseo, a medida que se acerque a la otra persona buscará cada vez menos el propio interés, y más la felicidad del otro, se entregará y deseará ser para el otro. De esta forma se vive el ágape.
Jesucristo, que es el amor de Dios encarnado, hace realidad el amor de Dios en su forma más radical. Al morir en la cruz para elevar y salvar al ser humano, expresa el amor en su forma más sublime. Su entrega de amor se perpetúa a través de la Eucaristía en la que nos une a El y por la que nosotros también somos incorporados a su obra salvífica, y unidos a todos los hermanos nos convertimos así en un sólo cuerpo. De ese modo, el amor a Dios y el amor a nuestro prójimo se funden realmente. El  mandamiento del amor a Dios y al prójimo no es algo externo y extraño, sino una experiencia nacida del interior, un dinamismo de correspondencia. Este es el sentido de la vida del ser humano: recibir el amor de Dios, corresponder a ese amor y compartirlo con los demás.

+Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa

+ Josep Àngel Saiz Meneses

Obispo de Terrassa