El domingo que sigue a la fiesta de la Epifanía celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. El Bautismo del Señor cierra el ciclo de Navidad e inaugura la primera semana del tiempo ordinario. Por eso es también un domingo de transición, el domingo que da paso al tiempo durante el año. Con el bautismo culmina la manifestación de Jesús como Hijo de Dios que hemos celebrado a lo largo de todo el tiempo navideño. Se nos presenta un Jesús ya adulto, dispuesto a iniciar su ministerio público.
La celebración subraya cómo Jesús quiere recibir el bautismo de conversión que administraba Juan en el Jordán. Con este gesto se hace solidario con los pecadores aunque él no necesita purificación alguna. Ahora bien, durante el bautismo se produce una teofanía, una manifestación de Dios. Jesús es ungido por el Espíritu Santo y proclamado Hijo de Dios por la voz del Padre desde el cielo. El Padre revela que Jesús es su Hijo y lo unge con el don del Espíritu. A partir de aquí, Jesús es acreditado como el Mesías esperado y comienza su vida pública.
El bautismo del Señor tiene un significado y una trascendencia para nosotros: El Hijo eterno de Dios asume la realidad de nuestra carne para manifestársenos, y nosotros estamos llamados a poder transformarnos internamente a imagen de aquel que en su humanidad era como nosotros. En esta fiesta deberíamos reflexionar sobre nuestra realidad de bautizados y recordar nuestro compromiso bautismal con todas sus consecuencias. Recordemos algunos aspectos.
El bautismo es el comienzo de nuestra vida de hijos de Dios, nuestra incorporación a la Iglesia. El bautismo es el fundamento principal de nuestra existencia cristiana. Dice la constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia: “La vida de Cristo en este cuerpo (la Iglesia) se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo paciente y glorificado por medio de los sacramentos. Por el bautismo nos configuramos con Cristo. Rito sagrado con que se representa y se efectúa la unión con la muerte y resurrección de Cristo: ‘Con él hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte’; pero si ‘hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección” (LG 7,2).
El bautismo es un gran don de Dios, pero este don comporta también una gran responsabilidad. Lo enseña el mismo Concilio: “Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo […] tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia” (LG 11,1).
Esta es una misión a la que somos llamados desde el bautismo: anunciar la salvación de Dios a todos, proclamar sus maravillas y su Palabra y celebrar los misterios de la vida de Cristo y actualizarlos en la sagrada liturgia. Por eso, el Vaticano II recuerda el bautismo al hablar de la actividad misionera de la Iglesia: “Todos los fieles, como miembros de Cristo vivo, incorporados y hechos semejantes a Él por el bautismo, por la confirmación y por la eucaristía, tienen el deber de cooperar a la expansión y dilatación de su Cuerpo, para llevarlo cuanto antes a la plenitud” (AG 36,1).
Un aspecto que interesa considerar cuando nos preparamos a celebrar la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos (18-25 de enero). Gracias al bautismo, los bautizados de comunidades cristinas no católicas tienen entre sí un vínculo sacramental y tienen “alguna comunión, aunque no sea perfecta, con la Iglesia católica” (UR 3,1).
+Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa