En la parábola del juicio final (cf. Mt 25), el juez recita una serie de obras de amor en relación con el prójimo, con el prójimo necesitado. Una de estas obras de amor es la de acoger al extranjero. En el mundo oriental precristiano era muy importante la hospitalidad, y el cristianismo recoge este valor. Acoger no es simplemente un acto de beneficencia, una ayuda puntual. Acoger al forastero es incorporarlo, integrarlo, hasta llegar a considerarlo como uno más de la familia o de la propia sociedad.
Seguramente alguien me diría que no caigamos en la ingenuidad porque no es lo mismo que venga un forastero o una familia o varias a un pueblo o una ciudad que si viene una avalancha de pateras o de barcos nodriza o de aviones desde la otra parte del Atlántico, que trasladan cantidades ingentes de inmigrantes, víctimas a menudo del tráfico de las mafias, en número imposible de asimilar sin perder, o con peligro de perder, la propia identidad. La tentación sería entonces cerrarnos ante la magnitud del problema, dejándonos llevar del miedo que nos produce un fenómeno en parte nuevo y desconocido.
No tendríamos que perder la perspectiva de que la inmigración, antes que un problema, es un fenómeno compuesto fundamentalmente por personas, por seres humanos como nosotros. Me impresionó vivamente, hace unos años, el comentario de una madre de familia de nuestra tierra al contemplar las imágenes de un joven inmigrante que había aparecido ahogado en una playa de Cádiz. Aunque no es infrecuente que el alud de pateras provoquen muertos que aparecen en las playas, en aquella ocasión la imagen la impresionó especialmente por el crudo realismo con el que apareció en la televisión, y sobre todo a mí me impresionó lo que me dijo: "Pensé que aquel adolescente podía ser mi hijo".
Este movimiento de identificación la había impresionado profundamente. Ahora bien, pensemos que todos estos jóvenes tienen madre y padre, o hijos, o hermanos; tienen familia. ¿Qué pensaríamos si fuese uno de nuestra familia? Seguramente, si somos capaces de ponernos en el lugar de las personas que se juegan la vida, de tan desesperados como están, si somos capaces de hacer este ejercicio de empatía, entonces nuestra perspectiva se ampliará.
Este domingo la Iglesia católica celebra una jornada de ámbito universal, promovida por la Santa Sede, siempre sensible a este fenómeno de la emigración o de la inmigración. El lema de este año pone en primer término la palabra esperanza al decir: "La esperanza está en la suma de esfuerzos. Todos somos ciudadanos con nuestros derechos y obligaciones". Y es bien cierto que para que el fenómeno de la inmigración pueda ser canalizado y sea positivo para todos, es necesaria una notable conjunción de esfuerzos, en especial en aquellos lugares, como en nuestro obispado de Terrassa, en los que este fenómeno tiene una fuerte implantación. Los cristianos, como personas y como comunidades, deseamos hacer también nuestra aportación, siendo abiertos y acogedores con los inmigrantes. Son muchas las personas que trabajan en este campo, sobre todo nuestra Cáritas Diocesana.
+ Josep Àngel Saiz Meneses, Obispo de Terrassa
Seguramente alguien me diría que no caigamos en la ingenuidad porque no es lo mismo que venga un forastero o una familia o varias a un pueblo o una ciudad que si viene una avalancha de pateras o de barcos nodriza o de aviones desde la otra parte del Atlántico, que trasladan cantidades ingentes de inmigrantes, víctimas a menudo del tráfico de las mafias, en número imposible de asimilar sin perder, o con peligro de perder, la propia identidad. La tentación sería entonces cerrarnos ante la magnitud del problema, dejándonos llevar del miedo que nos produce un fenómeno en parte nuevo y desconocido.
No tendríamos que perder la perspectiva de que la inmigración, antes que un problema, es un fenómeno compuesto fundamentalmente por personas, por seres humanos como nosotros. Me impresionó vivamente, hace unos años, el comentario de una madre de familia de nuestra tierra al contemplar las imágenes de un joven inmigrante que había aparecido ahogado en una playa de Cádiz. Aunque no es infrecuente que el alud de pateras provoquen muertos que aparecen en las playas, en aquella ocasión la imagen la impresionó especialmente por el crudo realismo con el que apareció en la televisión, y sobre todo a mí me impresionó lo que me dijo: "Pensé que aquel adolescente podía ser mi hijo".
Este movimiento de identificación la había impresionado profundamente. Ahora bien, pensemos que todos estos jóvenes tienen madre y padre, o hijos, o hermanos; tienen familia. ¿Qué pensaríamos si fuese uno de nuestra familia? Seguramente, si somos capaces de ponernos en el lugar de las personas que se juegan la vida, de tan desesperados como están, si somos capaces de hacer este ejercicio de empatía, entonces nuestra perspectiva se ampliará.
Este domingo la Iglesia católica celebra una jornada de ámbito universal, promovida por la Santa Sede, siempre sensible a este fenómeno de la emigración o de la inmigración. El lema de este año pone en primer término la palabra esperanza al decir: "La esperanza está en la suma de esfuerzos. Todos somos ciudadanos con nuestros derechos y obligaciones". Y es bien cierto que para que el fenómeno de la inmigración pueda ser canalizado y sea positivo para todos, es necesaria una notable conjunción de esfuerzos, en especial en aquellos lugares, como en nuestro obispado de Terrassa, en los que este fenómeno tiene una fuerte implantación. Los cristianos, como personas y como comunidades, deseamos hacer también nuestra aportación, siendo abiertos y acogedores con los inmigrantes. Son muchas las personas que trabajan en este campo, sobre todo nuestra Cáritas Diocesana.
+ Josep Àngel Saiz Meneses, Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa