La semana pasada reflexionábamos sobre la primera parte de la nueva Exhortación del papa Francisco y veíamos como el Santo Padre señala que la vivencia de las Bienaventuranzas es el camino para llegar a la santidad. En el capítulo cuarto del texto recuerda en primer lugar los medios de santificación fundamentales que conocemos: la importancia de la oración, los sacramentos de la Eucaristía y la Reconciliación, la ofrenda de sacrificios, las diversas formas de devoción, la dirección espiritual, etc; después señala cinco grandes manifestaciones del amor a Dios y al prójimo que considera de particular importancia, en el contexto social y cultural de hoy, tan marcado por la ansiedad nerviosa y violenta, por la negatividad y la tristeza, por la acedia cómoda, consumista y egoísta, y finalmente, por el individualismo, acompañado por tantas formas de espiritualidad falsa y difusa, y carente del encuentro personal con Dios.
La primera de estas grandes notas, de estas manifestaciones del amor a Dios y al prójimo es el aguante, la paciencia y la mansedumbre, que es consecuencia de vivir centrado, fundamentado en Dios; así se pueden soportar las contrariedades, los vaivenes e imprevistos de la vida, y también las agresiones, infidelidades y defectos de los demás; así se puede alcanzar la humildad, que sólo crece a base de humillaciones, y que es el camino de la verdadera santidad. La segunda es la alegría, porque el santo ha de ser capaz de vivir con alegría y sentido del humor, sin perder realismo, pero ayudando a los demás con un espíritu positivo y esperanzado. Es la alegría de la salvación que se percibe desde las primeras páginas del Evangelio: en la Anunciación; en la Visitación, cuando la Virgen María expresa su gozo con el cántico del Magníficat. La alegría, que es un fruto del Espíritu Santo, como el amor y la paz.
La santidad es también audacia y fervor, es la parresía en término griego; este es el tercer aspecto. Porque el mismo Jesús nos dice: «No tengáis miedo» (Mc 6,50). «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). La parresía es la confianza inquebrantable en la fidelidad de Cristo, que nos da la seguridad de que nada «podrá separarnos del amor de Dios» (Rm 8,39). En cuarto lugar, la dimensión comunitaria, porque no se puede vivir de forma individualista la fe ni el camino de la santificación, y sobre todo porque Dios nos llama a vivir la fe en familia, en comunidad, en Iglesia. Por último, la oración constante, una profunda espiritualidad que se distingue por la vida de oración intensa, que se alimenta fundamentalmente de la Palabra de Dios y de los sacramentos, en particular de la Eucaristía.
La Exhortación termina con un capítulo dedicado al combate, la vigilancia y al discernimiento. Recuerda que la vida cristiana es como un combate permanente contra el mundo y la mentalidad mundana, contra la propia fragilidad, y también contra el diablo, que es real, es el principio del mal. Para ese combate estamos pertrechados con armas poderosas que el Señor nos da: la fe, que se expresa en la oración incesante; la meditación de la Palabra de Dios, que ilumina todas las facetas de nuestra vida; la celebración de la Santa Misa, centro de la vida cristiana y de la vida de la Iglesia; la adoración eucarística; la reconciliación sacramental, para recibir el perdón y la gracia del Señor; las obras de caridad, la vida comunitaria, y el celo evangelizador. Para resistir en el combate, para no relajarse en la vigilancia y para acertar en el camino, es preciso el hábito del discernimiento, que no consiste sólo en una buena capacidad de razonar o de sentido común, sino que sobre todo es un don que hay que pedir con confianza al Espíritu Santo. María es la Madre y Maestra que nos enseñará a poner en práctica las bienaventuranzas y nos acompañará en nuestro camino de la santidad.
+ Josep Àngel Saiz Meneses Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa