El corazón humano tiende a una felicidad plena e ilimitada y el ser humano trabaja y se esfuerza por conseguir esta meta de su existencia. Pero incluso cuando alcanza los objetivos que se propone en la vida, no acaba de encontrar esa plenitud total. El hombre experimenta la finitud de todo cuanto consigue y sufre, por ello, una especie de perenne insatisfacción.
Pascal escribió que el hombre supera infinitamente al hombre. En otras palabras, el hombre vive y alcanza la felicidad relativa que es posible en este mundo gracias al sentido que sea capaz de dar a su existencia. La persona humana necesita razones para vivir, para sufrir, para entregarse, para dar lo mejor de sí mismo al servicio de los demás, también para morir. La felicidad brota como consecuencia de haber entregado generosamente lo mejor de uno mismo al servicio de una causa noble.
Esta experiencia no es nueva; es antigua como la vida misma y dan testimonio de ella los espíritus más nobles que han pasado por este mundo. Tomemos el ejemplo de San Agustín, uno de los pensadores que más influencia ha tenido en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Su recorrido vital viene a ser como un paradigma humano de la búsqueda de la felicidad.
Agustín, sobre todo en su libro de las Confesiones, nos habla de la búsqueda de la felicidad. Vivió un intenso itinerario intelectual y afectivo y profesionalmente fue lo que hoy llamaríamos un triunfador. Este triunfo llega a su apogeo cuando gana la cátedra de Retórica de Milán y le encargan el panegírico del emperador. Pero cuenta él mismo que, camino del palacio del emperador, sintió envidia ante la alegría despreocupada de un borracho. Deteniéndose, dijo a los amigos que le acompañaban que sentía envidia porque veía en aquel hombre una alegría que él no había conseguido nunca.
Ahora bien, lo importante en la vida de San Agustín es que no se detuvo, que no cayó en el conformismo, que siguió buscando la respuesta a sus interrogantes. La convicción de que la verdad existe y que el hombre se debe a ella lo sostuvo en su propósito, que se vio favorecido por el conocimiento de los filósofos neoplatónicos cuando ya residía en Milán, a lo que hay que añadir el contacto que tuvo con el obispo de aquella ciudad, San Ambrosio, que le predispuso a admitir al Dios cristiano, espiritual y creador del mundo. A la vez, en las epístolas de San Pablo, encontró las claves para comprender la escisión moral del hombre a causa del pecado, sólo curable por Cristo, el mismo Dios hecho hombre por amor. De esta manera, Agustín sintió que la fe cristiana venía a dar respuesta a todas sus inquietudes, teóricas y prácticas, y se entregó a ella con la misma pasión con la que había recorrido ya un largo trayecto vital de búsqueda apasionada de la felicidad.
Podríamos encontrar muchos paralelismos entre la época de San Agustín, cuando se resquebrajaba el poder del Imperio Romano y la nuestra. Podríamos encontrar muchas semejanzas entre los anhelos de su corazón y los anhelos del hombre de hoy, de cada uno de nosotros. Podríamos comparar su búsqueda de la felicidad y la nuestra. En su tiempo y en el nuestro no faltan quienes desprecian la búsqueda de la verdad, llevados por cantos de sirena que prometen la felicidad, pero que no conducen a ella. Agustín, en el camino de la búsqueda de la felicidad, encontró el guía y la meta, al describir su fe en Dios y su itinerario con estas escuetas palabras: “Nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa