El tiempo litúrgico de Pascua es una buena oportunidad para adentrarnos en el misterio de Cristo, que es luz que ilumina el misterio del ser humano. En estos domingos pascuales me propongo comentar algunos puntos de mi carta pastoral para el presente curso, que he dedicado a la acción caritativa y social de la Iglesia, en la que el centro y fundamento es Cristo, pues la Iglesia es como su signo y su instrumento eficaz en el transcurso de la historia. El Concilio Vaticano II habla de la Iglesia como sacramento de Cristo.
La constitución pastoral Gaudium et spes, de ese concilio, nos ofrece una bella síntesis en el número 22: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… El que es imagen del Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado”.
La plenitud de la vida de Cristo es su Pascua, su muerte y su resurrección. Pero este Cristo hermano nuestro no es una figura que queda en la historia, como un grato recuerdo que ya ha pasado; es el Cristo vivo, el que está presente en la Iglesia cada día hasta el fin del mundo, el que actúa en todos los sacramentos. La vivencia de esta verdad es fundamental y es perenne, y la hemos de vivir siempre, pero mayormente en este tiempo pascual.
Los Evangelios nos relatan sobre todo el amor de Cristo a nosotros, que tiene su plenitud en el hecho de dar la vida por la salvación de todos. Él enseña a los discípulos que “nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Llegada la hora de la pasión, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Jesús manifiesta su solidaridad en primer lugar por el hecho de la encarnación, compartiendo nuestra condición humana, haciéndose hombre como nosotros. Este amor solidario está presente en toda su vida terrena y se manifiesta particularmente con los que sufren, con los cansados y agobiados y se expresa de manera especial con su sacrificio redentor en la cruz.
Jesucristo es el “buen samaritano” de la humanidad. Viene –en su presencia física en Palestina y en su acción misteriosa en los sacramentos- a salvar, a curar, a llenar de vida. No ha venido a condenar a las personas, sino a salvarlas. “He venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10).
El sentido de la vida humana consiste, pues, en experimentar la salvación de Dios en Cristo, en abrirse al amor de Dios y también en corresponder a ese amor, y compartirlo con los hermanos.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa