Llegamos al final del año litúrgico con la celebración de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. El evangelio que hoy proclamamos en la celebración de la Eucaristía recoge una parte del diálogo que el gobernador romano Poncio Pilato mantiene con Jesús después de que se lo entregaran bajo la acusación de que se había apropiado del título de "rey de los judíos". Jesús responde a las preguntas de Pilato afirmando que efectivamente era rey, pero que su reino no era de este mundo, no era de aquí. Es decir, que no había venido para dominar personas, pueblos o territorios, sino para liberar a los seres humanos de la esclavitud del pecado, para reconciliarlos con Dios, para reinar en el corazón de las personas, para dar testimonio de la verdad; por eso, todo el que es de la verdad escucha su voz.
Pilato, entonces, le dice: «Y ¿qué es la verdad?». En el discurso de despedida, respondiendo a Tomás, Jesús se presenta como el camino, la verdad
y la vida. La verdad de Cristo es su existencia entera, que es testimonio del amor de Dios y que culmina con su sacrificio redentor en el Calvario. Reina desde la cruz, dando su vida por la salvación de todos. El centro de su predicación es el Reino de Dios. Pero ni Pilato ni los contemporáneos de Jesús entendían el tipo de reino y de realeza que él instaura. Ellos esperaban una liberación social, política. Jesús trajo otra liberación, mucho más profunda y universal. No se trata de un nuevo tipo de reino material, que se establece en medio de los reinos existentes y que se distingue por unas notas diferenciales; no es tampoco una especie de teocracia; ni es algo externo, sostenido por unas leyes.
Se trata de un cambio en el ser humano, en todo el hombre, y no sólo en el modo de vivir, sino de un cambio en el ser profundo; unas nuevas raíces, una nueva orientación de todo el ser. Por eso cuando Jesús explica estas cosas a Nicodemo le dice que hay que nacer de nuevo. Jesús no viene a “mejorar” al hombre, viene a crear un hombre nuevo. Viene a producir un nuevo “tipo” de hombre y de mundo, un hombre regido por distintos valores, un mundo apoyado sobre columnas distintas de las actuales. Esta es la auténtica revolución, la única revolución, que lo abarca todo, el interior y el exterior, lo espiritual y lo mundano, el individuo y la comunidad, este mundo y el otro. La tierra donde el Reino comienza a germinar es el corazón del que escucha y el cambio ha de llegar al mundo entero; y así, de un mundo regido por la riqueza, el poder y el placer, Cristo quiere construir un Reino de verdad, de amor, de justicia, de fraternidad.
Jesús comienza la predicación de su Reino poniendo el dedo en la llaga de todas las expectativas humanas: la felicidad. La búsqueda de la felicidad es el motor de la existencia humana. Pues bien, es justamente la felicidad, la plenitud, lo que Jesús anuncia y promete. Pero la sitúa donde el hombre menos podía imaginar: no en el poseer, ni el dominar, ni el triunfar… sino en amar y ser amado. Cristo es el amor y la verdad, que no se imponen jamás, sino que llaman a la puerta del corazón y del entendimiento humano, y llenan la vida de amor, de paz y alegría. Cristo nos enseña a reinar con él desde el servicio, desde la entrega a los demás, construyendo la paz, confiando en Dios y en los hermanos. Jesús señala al mismo núcleo del corazón humano para limpiarlo de egoísmos y colocar en su lugar el amor; y no propone ser un poco mejores o esforzarse un poco más en las cosas, sino que nos propone: « Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48).
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa