En estas reflexiones en torno a la Cuaresma, el domingo pasado decíamos que Jesús invita a cada uno de sus discípulos a tomar la propia cruz y negarse a sí mismo. Pero negarse a sí mismo exige una ascesis, un esfuerzo, una abnegación. Ésta última es una palabra que encuentra fuertes resistencias en nuestra sociedad actual. La abnegación, según el diccionario, “es el sacrificio que uno hace de su voluntad, de sus afectos o de sus intereses en servicio de Dios o para bien del prójimo”.
La abnegación, para el cristiano, es unirse a la cruz de Cristo. La cruz de Cristo es, para el creyente, el signo de su gloria anticipada y la frontera entre los dos mundos: el de la carne y el del espíritu; es decir, el mundo del egoísmo y la búsqueda de las propias satisfacciones, o el mundo de la negación del propio egoísmo para seguir el camino del amor a Jesucristo que nos ha amado hasta dar la vida por nosotros.
El fundamento último de la abnegación es la caridad hacia Dios y hacia el prójimo. Existe un solo amor generoso –o de caridad- que nos conduce a amar a Dios y a nuestros hermanos por Dios; igualmente, existe una única abnegación, que nos lleva a olvidarnos de nosotros mismos por Dios y por los hermanos. La abnegación es asumir la cruz de cada día.
Hoy día este lenguaje ascético suena algo extraño, como de otros tiempos, con unas connotaciones negativas. Han intentado hacernos creer que eso de la abnegación, del esfuerzo y de la ascesis es como un masoquismo o una mutilación y que, por el contrario, hay que dejarse llevar por la pura espontaneidad. No hay que poner límites a nada. La fe y la vida cristiana consistirían en privarse de las cosas buenas y bellas.
No obstante, en este planteamiento hay una gran mentira. En primer lugar, porque la vida humana está llena de renuncias; por ejemplo, cuando elegimos una cosa, renunciamos a muchas otras. Y sin un esfuerzo abnegado ni los deportistas de elite ni los científicos pueden alcanzar metas significativas.
En segundo lugar, la abnegación según el evangelio significa renunciar al egoísmo para vivir en la generosidad; renunciar a la mentira para vivir en la verdad; renunciar al odio para vivir en el amor; renunciar a la venganza para vivir el perdón. Es como cortar las ramas muertas o enfermas de un árbol para que renazca la vida.
Esta es la realidad más profunda, la que nos da consistencia vital, la que nos acerca a Dios y a las personas, la que nos da la verdadera alegría por encima de las dificultades de la vida, esas dificultades que conforman la cruz de cada día, que hemos de saber asumir. Esta es la abnegación que lleva a la liberación, a la verdadera libertad de toda atadura de egoísmo.
La Cuaresma es tiempo propicio para liberarse de las ataduras que nos impiden transitar con paso ligero por el camino de la vida. No sólo de las cadenas recias y pesadas sino también de otros apegos más delgados y sutiles pero que nos impiden volar. Para llegar a la perfección san Juan de la Cruz propone llegar a la conformidad con la voluntad de Dios superando todo apego desordenado, incluso los que nos parezcan más pequeños. Y lo expresa con este símil: una ave atada a un hilo, por muy delgado que este sea, no puede volar (Cf. Subida I, II, 4).
+Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa