La virtud teologal de la esperanza no se identifica ni con el optimismo psicológico ni con las ilusiones pasajeras. La esperanza es un don –una gracia- de Dios que tiene ingredientes diversos: el gozo en el Señor, la serena certeza de su Providencia paternal, la constancia en las pruebas y la paciencia en las dificultades, la perseverancia en el trabajo, la fidelidad en medio de las pruebas…
La esperanza no es pasiva, no aguarda con los brazos cruzados, sino que se manifiesta en el aguante, la entereza, la confianza en Dios. El poeta francés Charles Péguy escribió muy bellamente sobre la virtud de la esperanza, que él veía como una niña, frágil, pero a la vez fuerte. Según él –en un texto ya clásico entre los cristianos- podría parecer, a primera vista, como que la esperanza, entre la fe y la caridad, tiene poco que hacer. Sin embargo –como advierte Péguy- es la que mueve a las otras dos: “Colgada de los brazos de sus dos hermanas mayores./ Que la llevan de la mano./ La pequeña esperanza / Avanza. / Y en medio entre sus dos hermanas mayores aparenta dejarse arrastrar. / Como una niña que no tuviera fuerza para andar. / Y a la que se arrastraría por esa senda a pesar suyo. / Y en realidad es ella la que hace andar a las otras dos”. (El pórtico del misterio de la segunda virtud).
La esperanza teologal no va sola, se apoya principalmente en la fe, que es “garantía de lo que se espera, prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11,1). La esperanza, al final, se confunde con la confianza. Es virtud sobrenatural, es decir, don de Dios, participación de su vida. Esperar en Dios equivale a confiar en Él, a vivir una confianza inquebrantable en el Señor, por encima de nuestras limitaciones, de nuestras faltas, de nuestras carencias personales e institucionales.
La esperanza produce paz, serenidad de espíritu, santa alegría. El alma cristiana “tanto alcanza cuanto espera”, decía san Juan de la Cruz. El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica abunda en esta perspectiva al definir la esperanza como “la virtud teologal por la que deseamos y esperamos de Dios la vida eterna, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo para merecerla y perseverar hasta el final de la vida terrena” (n. 387).
El ser humano busca constantemente la esperanza, porque la necesita para poder vivir; se pregunta dónde la podrá hallar y quién se la puede ofrecer. El papa Benedicto XVI nos recordaba que la ciencia, la técnica, la política, la economía o los recursos materiales, no son capaces de ofrecer la gran esperanza a la que todo ser humano aspira. La experiencia nos enseña que muchas expectativas que se conciben a lo largo de la vida, cuando llega el momento de verse cumplidas, no acaban de saciar la sed de sentido y de felicidad del corazón humano. Eso sucede porque la gran esperanza sólo puede estar en Dios. La gran esperanza no es una idea, o un sentimiento o un valor, es una persona viva: Jesucristo.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa