La Iglesia

ESCUDO EPISCOPAL SAIZ

El centro de la predicación de Jesús es el Reino de Dios, inaugurado en la tierra por él y que tiene en la Iglesia su comienzo. El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, a los que lo acogen con un corazón humilde. Comporta un cambio en el ser humano, en su interior profundo, con unas consecuencias también externas y sociales. Un Reino de gozo, cuya ley es el amor y cuya carta magna son las Bienaventuranzas. Jesús comienza la predicación del Reino poniendo el dedo en la llaga de todas las expectativas humanas: la búsqueda de la felicidad. Esta búsqueda es el centro de la vida humana, y es justamente la felicidad lo que Jesús anuncia y promete. Pero la sitúa donde el hombre menos podía imaginar: no en la riqueza, en el poseer, ni en el dominar, ni el triunfar, sino en amar y ser amado.

La Carta Placuit Deo de la Congregación de la Doctrina de la Fe, a la que nos referíamos la semana pasada, nos recuerda que el lugar donde recibimos la salvación de Jesús “es la Iglesia, comunidad de aquellos que, habiendo sido incorporados al nuevo orden de relaciones inaugurado por Cristo, pueden recibir la plenitud del Espíritu de Cristo”. La Iglesia es fruto de un designio de la voluntad del Padre, preparada en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza, constituida por Cristo y manifestada por la efusión del Espíritu. Es el Pueblo que Dios reúne en el mundo entero. Cada miembro se incorpora por la fe y el Bautismo, participa de la dignidad y libertad de los hijos de Dios, tiene como ley la caridad y como fin el reino de Dios. Todos los miembros de la Iglesia forman, pues, el Pueblo de Dios.

San Pablo nos enseña que “lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo” (I Cor 12, 12-13). La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, cuya cabeza es Cristo mismo, y cuyo cuerpo, vivificado por el Espíritu Santo, está formado por todos los fieles, en íntima unidad de fe y esperanza, en corresponsabilidad en el amor y en particular predilección hacia los miembros que sufren, a los pobres y perseguidos.

El Espíritu Santo es como el principio de la vida de la Iglesia, de la unidad en la diversidad y de la riqueza de sus dones y carismas; une a los creyentes con Cristo y entre sí; unifica a la Iglesia en comunión y ministerio, la renueva incesantemente. La Iglesia se convierte en el Templo del Espíritu Santo. San Agustín afirma que “lo que nuestro espíritu, o sea, nuestra alma, es para nuestros miembros, lo mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia”. Jesús, durante la Cena pascual, anunció a los apóstoles el Espíritu de la verdad, que estará con ellos para siempre; viene después de él para continuar en el mundo, por medio de la Iglesia, la obra de la Buena Nueva de salvación.

La Iglesia celebra a través de los sacramentos el encuentro con Cristo. A través de ellos la gracia llega al corazón de la persona y a los entresijos de la historia por medio de palabras y gestos realizados según dispuso el Señor. Los sacramentos son las celebraciones más intensas del encuentro con Dios en la Iglesia y alimentan la vida de fe en las diferentes etapas de la vida humana. En este camino, la Eucaristía es fuente y culminación de toda la vida cristiana y de toda la vida de la Iglesia. En la celebración eucarística se actualiza el sacrificio redentor de Cristo, el Señor se hace presente en la historia con toda su fuerza salvadora, reúne a su pueblo y edifica a la Iglesia.

Os invito, pues, en esta reflexión de Pascua a vivir intensamente nuestra pertenencia como miembros de la Iglesia.

+ Josep Àngel Saiz Meneses Obispo de Terrassa.

+ Josep Àngel Saiz Meneses

Obispo de Terrassa