Escribí, hace dos semanas, sobre la conmemoración de los once siglos de la parroquia de L’Ametlla del Vallès. Cuando conmemoramos acontecimientos como éste, surgen en nosotros estas preguntas: ¿Hemos de centrarnos sólo en los hechos del pasado? ¿No sería mejor esforzarnos en hacer una proyección hacia el futuro? Por esto hoy, completando este tema, querría hacerme esta pregunta: ¿Qué puede aportar la Iglesia a la sociedad del siglo XXI?
En medio de un fuerte proceso de secularización, la Iglesia puede ofrecer a nuestra sociedad la Buena Noticia del Evangelio. La Iglesia ha de ofrecer al mundo una manifestación concreta de la trascendencia mediante la proclamación del Evangelio y el testimonio de una vida coherente por parte de los católicos. Los católicos, hoy más que nunca, están llamados a ser testigos del Evangelio creído y vivido. El testimonio con las obras y las palabras es hoy una de las primeras aportaciones de las comunidades y de los católicos a la sociedad.
En medio de una crisis de valores, la Iglesia ha de ofrecer a nuestra sociedad unos principios morales fundamentales, en especial en todo cuanto hace referencia al respeto a la persona y a la vida. La Iglesia puede y debe ofrecer al mundo una moral firme y sencilla, que se fundamenta en el amor a Dios y en el respeto absoluto a la persona. En este respeto incondicional es donde aparece un testimonio nuevo y eficaz que supera el hedonismo y el individualismo ambientales y es capaz de crear una cultura de la persona, de la comunidad y una vida digna para todos.
En medio de una crisis de confianza en la política, la Iglesia, también hoy, ha de hacer una aportación por medio de hombres y mujeres formados en el humanismo cristiano, en el sentido de la justicia y del bien común. Hombres y mujeres que trabajen por el establecimiento de unas leyes que favorezcan el bien común, la paz, los derechos y la dignidad de la persona, especialmente de los menos favorecidos.
En definitiva, la Iglesia, cuando presta su ayuda al mundo y cuando recibe de éste una muy variada ayuda, sólo ha de pretender una cosa: el advenimiento del Reino de Dios, que es un reino de justicia, de amor y de paz. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana durante el tiempo de su peregrinación terrena se deriva del hecho de que la Iglesia es sacramento universal de salvación, que manifiesta y a la vez realiza el misterio de amor de Dios al hombre.
Si tuviera que expresarlo con una imagen –hoy vivimos inmersos en una civilización de la imagen-, diría que la Iglesia ha de ofrecer al mundo de hoy –“proponer, no imponer”, como dijo Juan Pablo II en su alocución a los jóvenes en Cuatro Vientos-, el mensaje que encierra la imagen del Cristo mayestático del Pantocrátor de nuestro arte románico, como el de Taüll. Jesucristo está representado en actitud de bendecir y como rey de todo el universo. Aparece en los ábsides y en las cúpulas de las iglesias, un signo de que Él es el sentido y la plenitud de la historia. Como ya expresan los escritos de san Juan y san Pablo, el Señor resucitado es el fin de toda la historia humana, el punto de convergencia hacia el cual se dirigen los deseos de la historia y de la civilización; Él es el centro de la humanidad, el gozo del corazón humano y la promesa de que todas sus aspiraciones están llamadas a alcanzar su plenitud en el Reino de Dios.
La Iglesia, en el siglo que hemos comenzado, está llamada a conservar las raíces cristianas de Cataluña, pero también a manifestar que estas raíces aún comunican una savia vivificante que puede dar frutos de espiritualidad, de cultura y de solidaridad.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
En medio de un fuerte proceso de secularización, la Iglesia puede ofrecer a nuestra sociedad la Buena Noticia del Evangelio. La Iglesia ha de ofrecer al mundo una manifestación concreta de la trascendencia mediante la proclamación del Evangelio y el testimonio de una vida coherente por parte de los católicos. Los católicos, hoy más que nunca, están llamados a ser testigos del Evangelio creído y vivido. El testimonio con las obras y las palabras es hoy una de las primeras aportaciones de las comunidades y de los católicos a la sociedad.
En medio de una crisis de valores, la Iglesia ha de ofrecer a nuestra sociedad unos principios morales fundamentales, en especial en todo cuanto hace referencia al respeto a la persona y a la vida. La Iglesia puede y debe ofrecer al mundo una moral firme y sencilla, que se fundamenta en el amor a Dios y en el respeto absoluto a la persona. En este respeto incondicional es donde aparece un testimonio nuevo y eficaz que supera el hedonismo y el individualismo ambientales y es capaz de crear una cultura de la persona, de la comunidad y una vida digna para todos.
En medio de una crisis de confianza en la política, la Iglesia, también hoy, ha de hacer una aportación por medio de hombres y mujeres formados en el humanismo cristiano, en el sentido de la justicia y del bien común. Hombres y mujeres que trabajen por el establecimiento de unas leyes que favorezcan el bien común, la paz, los derechos y la dignidad de la persona, especialmente de los menos favorecidos.
En definitiva, la Iglesia, cuando presta su ayuda al mundo y cuando recibe de éste una muy variada ayuda, sólo ha de pretender una cosa: el advenimiento del Reino de Dios, que es un reino de justicia, de amor y de paz. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana durante el tiempo de su peregrinación terrena se deriva del hecho de que la Iglesia es sacramento universal de salvación, que manifiesta y a la vez realiza el misterio de amor de Dios al hombre.
Si tuviera que expresarlo con una imagen –hoy vivimos inmersos en una civilización de la imagen-, diría que la Iglesia ha de ofrecer al mundo de hoy –“proponer, no imponer”, como dijo Juan Pablo II en su alocución a los jóvenes en Cuatro Vientos-, el mensaje que encierra la imagen del Cristo mayestático del Pantocrátor de nuestro arte románico, como el de Taüll. Jesucristo está representado en actitud de bendecir y como rey de todo el universo. Aparece en los ábsides y en las cúpulas de las iglesias, un signo de que Él es el sentido y la plenitud de la historia. Como ya expresan los escritos de san Juan y san Pablo, el Señor resucitado es el fin de toda la historia humana, el punto de convergencia hacia el cual se dirigen los deseos de la historia y de la civilización; Él es el centro de la humanidad, el gozo del corazón humano y la promesa de que todas sus aspiraciones están llamadas a alcanzar su plenitud en el Reino de Dios.
La Iglesia, en el siglo que hemos comenzado, está llamada a conservar las raíces cristianas de Cataluña, pero también a manifestar que estas raíces aún comunican una savia vivificante que puede dar frutos de espiritualidad, de cultura y de solidaridad.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa