Celebramos hoy el segundo domingo de Adviento y mañana la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Este hecho nos invita a reflexionar sobre la vinculación de Santa María con el tiempo de preparación a la Navidad en el que ya hemos entrado. Lo haré con algunas referencias a mi carta pastoral “Madre de Dios y Madre nuestra”.
El Concilio Vaticano II es un hito importante en el magisterio reciente sobre la Virgen María. De manera especial trató esta cuestión en el capítulo octavo de la constitución dogmática sobre la Iglesia, que es sin duda el documento central de todo el Concilio. El título del mencionado capítulo nos indica ya una clara orientación: “La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia”. Su importancia radica en la síntesis doctrinal que ofrece y en el planteamiento de fondo, situando la figura de María dentro del misterio de Cristo y de la Iglesia.
Siguiendo esta orientación, he procurado centrar mi carta pastoral en una reflexión teológica y pastoral sobre la misión de la Virgen María en el misterio del Verbo encarnado y de su Iglesia, así como en los deberes de la Iglesia para con María.
En este breve escrito deseo poner de relieve la íntima conexión entre el Adviento y la fiesta de la Inmaculada. Si el tiempo de Adviento es el tiempo de la espera de la venida del Señor, el misterio de la Concepción Inmaculada de María es la anticipación del fruto de esta venida: la comunión entre Dios y los hombres por Jesucristo. Con razón decía Pablo VI en su exhortación apostólica sobre el culto mariano que el tiempo de Adviento es el tiempo mariano por excelencia, y lo mismo repite el reciente Directorio sobre la piedad popular y la liturgia.
En la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de él: en vistas a él, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María, llena de gracia por Dios, fue redimida desde su concepción. Esto es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en el año 1854 por el Papa Pío IX: “la bienaventurada Virgen María, desde el primer instante de su concepción, por una gracia y un favor singular de Dios todopoderoso, en virtud de los méritos de Jesucristo, Salvador del linaje humano, fue preservada intacta de toda mancha de pecado original”. El 8 de diciembre los cristianos celebramos un hecho, un acontecimiento de salvación: que María fue concebida llena de gracia por la voluntad amorosa de Dios en orden a ser la Madre de Jesucristo, Salvador del linaje humano.
El Santo Padre Pablo VI, que tantas cosas renovó en la Iglesia siguiendo la doctrina y las disposiciones del Concilio Vaticano II en la exhortación que he citado, titulada “El culto mariano” (del año 1974) ofrecía unos principios básicos para renovar y vivificar este culto. En primer lugar, los ejercicios de piedad a la Virgen María han de expresar con claridad la dimensión trinitaria y cristológica que les es intrínseca y esencial: el culto cristiano es por naturaleza culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o, como se dice en la liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu.
Una concreción de la enseñanza de Pablo VI consiste en profundizar y vivir la devoción a la Madre a través de su presencia en los textos de los tiempos litúrgicos fuertes y en las fiestas marianas que se celebran a lo largo de todo el año. Y de modo especial en el tiempo de Adviento y Navidad.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa