Este año la fiesta de la Presentación del Señor al Templo coincide con el domingo, lo cual es una feliz coincidencia, pues los fieles que participan en la misa dominical pueden así tener la oportunidad de celebrar esta fiesta, que –no lo olvidemos- es sobre todo una fiesta del Señor.
El misterio de la Presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén, en brazos de María, acompañada por su esposo San José, no sería completo sin las figuras del anciano Simeón y de la profetisa Ana.
Estos dos justos del pueblo de Israel escenifican la realidad que, en las Iglesias de Oriente, es denominada como “el encuentro del Señor”. Ellos son, juntamente con María y José, en torno al Salvador que entra en el Templo, la presencia del “resto de Israel”, o sea, el pueblo humilde y pobre, de labios y de corazón sincero, que Dios quiso mantener para que pudiese acoger al Mesías.
Simeón y Ana acuden al Templo, misteriosamente impulsados por el Espíritu Santo, y se produce el encuentro profético. María pone el Niño en manos de los ancianos, en un gesto de entrega confiada, que anticipa la oblación que la Madre de Jesús realizará al pie de la Cruz en el Calvario treinta y tres años después. Y el anciano Simeón pronuncia aquel Nunc dimittis que la Iglesia recita cada día en la hora de las Completas, o plegaria del final del día: “Ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,29-32).
Recuerdo las bellas páginas que dedica a la Presentación de Jesús un monje benedictino, que fue beatificado, Dom Columba Marmión, un verdadero maestro espiritual. Uno de sus libros más leídos en los seminarios de antes del Concilio Vaticano II, pero que ya anticipaba el “espíritu de la liturgia”, se titula Jesucristo en sus misterios, y en él escribía: “Cuando Jesús cumple los cuarenta días, la Virgen Santísima se ve asociada de un modo aún más directo y más profundo a la obra de nuestra salvación, al presentar a su Hijo en el Templo. Ella es la primera que ofrece al Padre Eterno su divino Hijo. Después de la oblación que Jesús ha hecho de sí mismo en la Encarnación, y que luego completará en el Calvario, la ofrenda de María es la más perfecta. Con José, su esposo, lleva la Virgen a Jesús, su primogénito, que será siempre su Hijo único, pero que llegará a ser ‘el primogénito de una muchedumbre de hermanos’, los cuales serán semejantes a Él por la gracia’”.
Termino este comentario con un recuerdo especial de tres colectivos entrañables para la Iglesia. Primeramente las madres y los padres, que con frecuencia sufren no poco por sus hijos e hijas, y que, como en el caso de María, a veces “una espada atraviesa su alma”; después, los religiosos y religiosas, que en esta fiesta del Señor renuevan las ofrenda de toda su persona y de sus vidas al Señor, en comunión con la ofrenda de Jesús al Padre; y también los ancianos y ancianas que, en la última etapa de su vida terrena, muchos de ellos hacen en este día la ofrenda de sus vidas al Señor. Con la sabiduría y la fe de aquellos dos ancianos, Simeón y Ana.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa