En la carta de la semana pasada reflexionábamos sobre la figura de san Francisco Javier, su amor a Dios y a los hermanos, su capacidad de adaptación a las personas y a las situaciones, y pedíamos a Dios que se nos contagie ese celo evangelizador incontenible que ardía en su corazón. Pero hoy día, ¿cómo podemos llevar a cabo esta misma misión? En la actualidad nos encontramos con muchas personas que no creen prácticamente en nada, ni se plantean ser salvadas de nada y lo que desean es que se les deje en paz. En nuestros ambientes lo políticamente correcto y moderno es manifestarse como agnóstico y no como creyente. Ante esta situación, ¿cómo evangelizar a quien no cree en Dios o no manifiesta inquietud religiosa alguna? ¿Cómo hablar de salvación a quien no cree tener necesidad de salvación y no espera que nadie le salve?
Es preciso descubrir los puntos de encuentro no sólo con los creyentes alejados, sino también con los indiferentes, y con los ateos y agnósticos. Esos puntos de encuentro se hallan en torno a las aspiraciones profundas de nuestros contemporáneos, que de hecho no se diferencian demasiado de los anhelos y necesidades de los hombres y mujeres de cualquier época: el sentido de la vida, la búsqueda de la felicidad, la necesidad de reconocimiento y estima o la necesidad de relación y compañía. Pero por encima de todo, lo que nos mueve a seguir empeñándonos en el trabajo evangelizador es la vigencia del mandato de Cristo: “Como el Padre me envió, así os envío yo” (Jn 20,21). “Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mt 28,19-20) .
La acción misionera es un derecho y deber de la Iglesia. Como san Pablo nosotros también repetimos: “Porque si evangelizo, no es para mi motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara!” (1Co 9,16). Y a la vez, es una consecuencia del amor a Dios y al prójimo, y se encuentra en el dinamismo de la vida nueva en Cristo. Es una consecuencia de la vida nueva en Cristo y de su fuerza incontenible. Cristo nos ha salvado, nos ha dado una vida nueva llena de sentido y de amor que no se puede guardar egoístamente, sino que se ha de comunicar con el gozo de quien ha encontrado un tesoro. Pedro y Juan responden ante el Sanedrín a la prohibición que les hace de enseñar el nombre de Jesús: “No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4,20).
¿Y qué significa evangelizar hoy? Como nos enseñaba el beato Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, “evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: "He aquí que hago nuevas todas las cosas". Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos, con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio. La finalidad de la evangelización es por consiguiente este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos” (EN 18).
El encuentro con Cristo cambia la existencia de la persona humana, la hace nueva, la transforma y le da plenitud. El encuentro con Cristo nos convierte en testigos enviados a anunciar la Buena Nueva del amor de Dios, enviados por él a dar un fruto abundante y duradero en medio de nuestros ambientes.
+ Josep Àngel Saiz Meneses Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa