Meditación de noviembre

      Comenzamos el mes de noviembre con dos fechas de mucho contenido humano y cristiano. El día 1, festividad de Todos los Santos, hacemos memoria de todos los hombres y mujeres que a lo largo de la historia han querido ser fieles al camino de Dios y ahora comparten su vida para siempre. El libro del Apocalipsis, en un fragmento que se lee en la liturgia de este día nos habla de “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero”, es decir, de Jesucristo muerto y resucitado, el primogénito de muchos hermanos.

      Al día siguiente, el 2 de noviembre, recordamos y oramos por todos los fieles difuntos.  Para los creyentes, aquello que da fuerza y sentido a este recuerdo es sobre todo nuestra fe. Esta fe se expresa en una gran confianza en el Dios que es Amor y Bondad infinita, a cuyo amor y bondad confiamos a nuestros  queridos difuntos.

     Estos días, sube a nuestros labios esta plegaria tan sobria y bella de la liturgia de los difuntos: “Dales, Señor, el descanso eterno y que la luz perpetua les ilumine; que descansen en paz”

     Nuestros santos y santas ya están en Dios, en la vida eterna. Y para nuestros difuntos confiamos que, por la misericordia de Dios, purificados de sus pecados, puedan ser ya admitidos a compartir la vida eterna.

     Pero nos podemos preguntar: ¿qué es la vida eterna o la vida en Dios? El Papa Benedicto XVI se hace esta pregunta en su segunda encíclica, dedicada a la esperanza y titulada “Salvados en esperanza”. “La fe, dice el Papa, es la sustancia de la esperanza. Pero entonces surge la cuestión: ¿de verdad queremos esto, vivir eternamente? Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre –sin fin- parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable” (Spe salvi, nn. 10-12).

     Pero ya la filosofía clásica alcanzó la verdad de la inmortalidad del alma. Y aquí el Papa, citando a San Ambrosio, recuerda que “la inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien si no entra en juego la gracia”. Y recordando un texto de su admirado San Agustín de Hipona, el Papa añade que en el fondo queremos sólo una cosa, la “vida bienaventurada”, la vida que simplemente es vida, simplemente “felicidad”. La salida a este deseo es la Gracia, el don de Dios, la Vida eterna.

     Ante esta gracia de la visión y la comunión plena con Dios, a la que la fe nos dispone y encamina, surge la súplica agradecida y la humildad de la “docta ignorancia”, porque sabemos muy poco de cómo es esta vida. El Papa teólogo se adentra algo en la inteligencia de “gracia”, al escribir en su carta encíclica  que la vida eterna ya no es “un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después- ya no existe”.

+ Josep Àngel Saiz Meneses

Obispo de Terrassa

+ Josep Àngel Saiz Meneses

Obispo de Terrassa