Memoria de nuestros difuntos

ESCUDO EPISCOPAL SAIZ

El próximo miércoles celebraremos la solemnidad de Todos los Santos y al día siguiente la conmemoración de Todos los fieles difuntos. En estos días acudimos a los cementerios y mantenemos viva la tradición de rezar por los seres queridos que ya no están entre nosotros. Todo ser humano ha llegado a la vida en el seno de una familia, y todos, en la peregrinación que hemos recorrido a lo largo de nuestra existencia, hemos gozado de unas relaciones de familia y de amistad. Visitamos los lugares en que reposan sus restos para expresar nuestro recuerdo y nuestro afecto, para mantener viva de alguna manera la relación con ellos, el diálogo que la muerte no ha sido capaz de romper; para conservar una misteriosa pero real comunión de vida y amor. A lo largo de la historia es una constante en todas las civilizaciones y culturas la preocupación por los muertos y el deseo de mantener un cierto vínculo con ellos.

Nada hay más seguro en el momento de nacer que la certeza de que llegará un día en que moriremos, nada hay más común y universal al género humano que el hecho de morir. Pero en nuestra civilización del bienestar la muerte se ha convertido en el tabú más grande, un tema casi prohibido, una realidad que es mejor no recordar, de la que es mejor no hablar, y cuando se produce una defunción, se tiende inconscientemente a rebajar su visibilidad en las mismas familias, sobre todo en relación a los más pequeños. Hace unas décadas se vivía con mucha más normalidad, como una realidad que está presente en nuestra vida y que es preciso asumir, algo para lo que hay que estar preparados porque incumbe a todo ser humano, de toda época y lugar. Por eso estos días son propicios para reflexionar sobre la vida y la muerte, sobre su sentido más profundo, ya que queramos o no queramos, la muerte forma parte de la vida.

El pasado mes de abril estuve predicando los Ejercicios Espirituales a un grupo de sacerdotes de la diócesis de Cuenca en el monasterio de Uclés, que fue sede de la Orden de Santiago. En la imponente iglesia mayor está enterrado el poeta Jorge Manrique, que ha pasado a la historia sobre todo por sus Coplas por la muerte de su padre, en las que hace una bella y profunda reflexión sobre la vida y la muerte. Dice en su estrofa V b: “Partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos, y llegamos al tiempo que fenecemos; así que, cuando morimos, descansamos”. Nuestra vida es una peregrinación que comienza en el nacimiento, que dura toda la existencia, y que acaba en el momento de la muerte, que es el paso a la casa del Padre; con la muerte se concluye la etapa aquí en la tierra, pero se abre una nueva fase, más allá del tiempo, en la comunión plena con Dios y con los hermanos.

Estas celebraciones nos recuerdan la contingencia del ser humano, su fragilidad y pequeñez, y a la vez, han de ser ocasión de reavivar nuestra esperanza. Son días para reflexionar una vez más sobre los grandes interrogantes de la existencia: ¿De dónde venimos y hacia dónde vamos? ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Cómo afrontar la realidad del mal, del sufrimiento, de la muerte? ¿Qué hay más allá de la muerte? El ser humano necesita razones para la esperanza ya que como nos recordó el papa Benedicto XVI, la cuestión de la esperanza está en el centro de nuestra vida. Todos necesitamos esperanza, una esperanza firme y creíble; todos buscamos la luz de la esperanza de una forma más o menos consciente. Y en ese camino de búsqueda Cristo nos sale al encuentro y nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26).

+ Josep Àngel Saiz Meneses Obispo de Terrassa

+ Josep Àngel Saiz Meneses

Obispo de Terrassa