Comenzamos hoy un nuevo año litúrgico con el primer domingo de Adviento. Tiempo de esperanza, de una esperanza vigilante y responsable que nos mantiene preparados para la venida definitiva del Señor y también para el encuentro con él en los pequeños acontecimientos de la vida diaria.
No faltará quien se pregunte si es posible mantener la esperanza mientras tienen lugar tantas situaciones injustas en nuestro mundo: graves conflictos armados en distintos lugares; el terrorismo, que sigue siendo una amenaza para la paz y seguridad; la pobreza, el hambre, la falta de acceso a agua potable, que continúan siendo una lacra; otro grave problema es la conculcación de derechos humanos y la discriminación por diferentes motivos, o la explotación infantil; recordamos también a los refugiados y desplazados forzosos; y la lista podría seguir con las diferentes pandemias, el maltrato, las dificultades de acceso a la vivienda, la precariedad laboral, y tantas otras situaciones complejas en las que estamos inmersos. No es extraño que se pierda la confianza en el ser humano y que cada vez haya más personas que están de vuelta de todo.
Cada uno en su circunstancia concreta ha de batallar con dificultades y crisis personales que pueden llevar al desencanto, a la desilusión. El desencanto es un sentimiento amargo producido porque no se alcanzan las expectativas que se habían generado en los distintos ámbitos de la vida: personal, familiar, eclesial, político y social. Según los datos que con regularidad publican diferentes agencias y consultorías, se va extendiendo por todo el mundo, especialmente en los países occidentales, el desencanto y la desconfianza respecto a los líderes políticos, económicos y sociales. En el ámbito eclesial se hace presente a veces cuando queremos que la Iglesia funcione con criterios meramente humanos, olvidando que es una realidad teológica, o en otras ocasiones a causa de las fragilidades y pecados de sus miembros.
Como nos recordaba el papa Benedicto XVI en la carta encíclica Spe salvi (cf. nn. 30-31), el ser humano concibe muchas esperanzas a lo largo de su existencia. Grandes y pequeñas; infantiles, juveniles y adultas; unas se refieren a realidades materiales y otras son de tipo cultural y espiritual; la esperanza de un amor grande y definitivo para formar una familia, de un proyecto profesional relevante, la adquisición de conocimientos, etc. Se convierten en centros de interés que aparentemente llenan las aspiraciones del corazón. Sin embargo, cuando estas expectativas llegan a cumplimiento, se comprueba que el corazón sigue insatisfecho. Ello es debido a que el ser humano necesita una esperanza que vaya más allá, que sea capaz de saciar su sed de infinito.
En la peregrinación de la vida necesitamos motivaciones, centros de interés, proyectos, ideales, esperanzas que en el día a día nos mantienen activados. Pero también las dificultades se hacen presentes con fuerza y son capaces de quebrar la ilusión y sumirnos en el desencanto. Por eso nuestras pequeñas esperanzas han de estar ancladas en una gran esperanza que sólo puede ser Dios; una esperanza que ilumina el camino, que ensancha el horizonte, que aporta una visión integral que nos permite ir entendiendo los misterios de la vida y acercarnos al gran Misterio. Dios es el fundamento de la esperanza; el Dios que ha creado todas las cosas, que se ha revelado, que ha salido al encuentro del ser humano. Con él podemos vivir la seguridad de que hemos nacido para la esperanza.
+ Josep Àngel Saiz Meneses Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa