La evangelización es el primero y el mejor servicio que la Iglesia puede ofrecer a la sociedad. Pero en nuestros ambientes constatamos que no es fácil manifestarse como cristianos ni hablar de Dios, ni mucho menos de la Iglesia. Para llevar a cabo la misión evangelizadora necesitamos grandes dosis de realismo y de humildad, y también superar la tentación del desánimo o de replegarnos poniéndonos a la defensiva. Habrá que tomar la iniciativa con propuestas claras y directas.
Sin embargo, ¿cómo podremos evangelizar a quien no cree en Dios? ¿Cómo hablar de salvación a quien no cree tener ninguna necesidad de ella y no quiere que nadie lo salve? Al margen de declaraciones hechas a veces en un clima de polémica y, como se acostumbra a decir, sobre todo de cara a la galería, conviene situar el diálogo pastoral en un clima de respeto y autenticidad, exento de los peligros de la espectacularidad y la lucha dialéctica que conduce a que haya unos vencedores y unos vencidos.
En este ambiente es muy importante descubrir puntos de encuentro no sólo con los creyentes alejados sino también con los indiferentes y con los ateos y agnósticos. Estos puntos de encuentro no están lejos de las aspiraciones profundas de nuestros contemporáneos, que no se diferencian mucho de las aspiraciones de los hombres y las mujeres de cualquier época.
Se pueden señalar algunos elementos en los que coinciden los seres humanos de cualquier época y lugar. Son el sentido de la vida, la búsqueda de la felicidad, la búsqueda del reconocimiento y estimación, y la necesidad de relación o compañía. Son elementos esenciales de todo ser humano que pueden ayudar en el proceso del encuentro con Dios. Los explico con cierto detalle en la carta pastoral que acompaña a nuestro Plan Pastoral Diocesano.
Ahora, no obstante, me limitaré a subrayar la importancia de que, en el diálogo, apliquemos siempre aquella pedagogía de Cristo en el Evangelio, que es también el núcleo de su mensaje: Dios nos mira con un amor entrañable e infinito y, respetando nuestra libertad, nos llama a la perfección y nos ayuda eficazmente a alcanzarla. Jesús nos lo dirá en el Sermón de la Montaña, que culmina con el máximo ideal de perfección: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”. Ésta ha de ser la pedagogía genuina de nuestra acción evangelizadora.
La parábola del sembrador resulta particularmente iluminadora para acercarnos a los destinatarios del envío. Jesús valora la eficacia de la Palabra del Reino de Dios, que es la semilla. La Palabra cae en diversos terrenos, es decir, se sitúa ante diversos grupos humanos. La tierra en que cae la semilla son el hombre y la mujer que han sido creados para acoger la Palabra. El terreno y la semilla han sido creados el uno para el otro. El hombre se convierte en una estepa árida –en un desierto- si corta su relación con la Palabra. Y no faltan estos desiertos en el mundo de hoy...
El sembrador no podría salir a sembrar si no tuviera la confianza que alguna semilla producirá un fruto abundante. Todos los que trabajamos en la misión de la Iglesia necesitamos tener esta confianza del sembrador, que en el fondo es confianza en Cristo y en su Palabra. Una Palabra que va al encuentro y se cruza con las aspiraciones del hombre, con sus problemas y sus pecados, y también con sus virtudes, su deseo de salvación y sus realizaciones en el campo personal y social.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa