La proximidad de la fiesta de Sant Jordi invita a reflexionar, en el contexto del Año Santo que estamos celebrando, sobre la presencia y el valor del martirio en la Iglesia. Tanto en el pasado como en el presente, la Iglesia de Jesucristo es una Iglesia de mártires. Una de las acciones del Año Santo es peregrinar a Roma. Y la vivencia cristiana de la ciudad de Roma es inseparable del recuerdo de los mártires de los comienzos del cristianismo, de manera especial el martirio de San Pedro y san Pablo que, con poca diferencia temporal, dieron su vida por Cristo en la Ciudad eterna. Dos basílicas recuerdan este martirio – la de San Pedro del Vaticano y la de San Pablo Extramuros- y conservan el sepulcro de los dos apóstoles.
Nuestro Occidente, que pasa por una profunda crisis de fe, tiene necesidad del testimonio de los mártires, de los de ayer y de los de hoy. Porque la Iglesia actual, a nivel mundial, sigue siendo una Iglesia de mártires. El cristianismo es actualmente la religión más perseguida y la que tiene más mártires. San Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Tertio millennio adveniente, escribió este pensamiento de una extraordinaria lucidez: “Al terminar el segundo milenio, la Iglesia se ha convertido de nuevo en Iglesia de mártires. Las persecuciones contra los creyentes –sacerdotes, religiosos y laicos- han producido una gran siembra de mártires en varias partes del mundo” (n. 37).
Las palabras del escritor cristiano Tertuliano (siglo II) según las cuales “la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”, es decir, propicia el crecimiento y la propagación de la fe, mantienen hasta nuestros días toda su actualidad. Lamentablemente, el siglo XX ha sido testigo de un número de mártires cristianos superior al de los diecinueve siglos precedentes. Y la entrada en el siglo XXI está ampliando tristemente el elenco sin que se vislumbre una disminución o al menos una tregua. Y esto sucede en medio del silencio de buena parte de los grandes medios de comunicación social.
La fuerza principal del mártir es que no habla con las palabras, sino con su propia vida, inmolada por su fidelidad a Cristo. Su fuerza reside en la certeza inquebrantable de que la fe es tomada en serio, de que la verdad del anuncio cristiano tiene realmente un sentido definitivo para cada hombre y de que también hoy merece la pena correr el riesgo de sufrir violencia más bien que renunciar al amor, el único criterio verdadero que incide en la transformación de la vida y de la sociedad. Ante el mártir sobra toda retórica.
Vivimos tiempos de martirio cruento en diferentes lugares del mundo como nos recordó el papa Francisco en el Mensaje de Pascua. Muchos hermanos nuestros son masacrados por el simple hecho de ser cristianos, sin importar que estén dedicando su vida al servicio de los más pobres. A los cristianos que vivimos en occidente nos toca vivir la dimensión martirial dando testimonio en los complejos areópagos de nuestra sociedad, conscientes de que en estos lugares de anuncio y de propuesta, nuestro testimonio puede ser objeto de rechazo, y que éstos areópagos pueden convertirse en modernos coliseos en que también toque padecer una persecución real, aunque sea sutil e incruenta. En cualquier caso, unos y otros hemos de recordar las palabras de Jesús: «Tened confianza, yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Que el Año Santo reavive la memoria de los mártires del pasado y del presente. Cada Iglesia local, en este año jubilar, debería recordar aquellos hijos suyos que dieron el testimonio supremo de la fe inmolando su vida por Cristo con una actitud de ofrenda, de amor y de perdón.
+ Josep Àngel Saiz Meneses Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa