Termina el Año de la Fe, pero no nuestro compromiso de creyentes

Este domingo de Cristo Rey termina el Año de la Fe, promulgado por el Papa Benedicto XVI con la carta Porta fidei, la puerta de la fe. Dentro de este año hemos vivido en la Iglesia la renuncia del Papa Benedicto y la elección  del Papa Francisco, que tanto interés está suscitando.

 

En estos escritos he dedicado algunos comentarios a destacar diversos puntos de la encíclica dedicada precisamente a la fe y titulada Lumen fidei. Termina el Año de la Fe, pero no así el compromiso de la fe. Es más, si nuestras comunidades cristianas han comprendido el alcance de esta propuesta de los papas Benedicto y  Francisco, ahora hemos de estar más abiertos a vivir las exigencias de nuestra condición de cristianos. Doy las gracias, pues, por todo lo que se ha hecho a lo largo de este año en nuestra diócesis, que ha entrado de esta manera, llena de esperanza, en el décimo aniversario de su creación.

 

Con este comentario deseo destacar un aspecto del primer capítulo de la encíclica, que expresamente he dejado para hoy. Citando a Nietzsche, en la introducción, el Papa se pregunta si la fe es una luz ilusoria. Para el cristiano, la fe es la respuesta que damos al amor de Dios, que se ha manifestado en la vida y las palabras de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, nacido de la Virgen María. Este amor de Jesús en el que creemos nos llega por medio de unos testigos fidedignos y nos llega en el seno de la Iglesia, dentro de la comunión eclesial, en la que podemos decir “creo” y también “creemos” cuando confesamos el símbolo de la fe, en el corazón de la liturgia eucarística cada domingo.

 

“La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rom 10,9). Todas las líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo; Él es el Sí definitivo de todas las promesas”, dice el Papa, que presenta a Cristo como la plenitud de la fe cristiana.

 

 La mayor prueba de que podemos fiarnos del amor de Cristo se encuentra en su muerte. Ahora bien la muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de la Resurrección. La Iglesia transmite esta fe mediante la tradición apostólica y mediante los sacramentos. También mediante la sucesión apostólica de los obispos, que la encíclica presenta como una institución al servicio de la transmisión viva de la fe en la comunidad de la Iglesia. Personas vivas que garantizan la conexión con el origen de nuestra fe.

 

Al terminar el Año de la Fe seamos, pues, una “Iglesia confesante y misionera”; es decir, una comunidad de bautizados que da gracias gozosamente por el don de la fe, del bautismo y de los demás sacramentos; que profesa humildemente y agradecidamente el Credo, el símbolo de la fe, y que procura dar testimonio de Jesús y de su Evangelio con obras y con palabras.

 

Y también, como consecuencia, la Iglesia es un hogar de espiritualidad abierto a cuantos buscan y se cuestionan sobre los misterios de la existencia, sobre el “océanos de interrogantes”, que, como ha dicho recientemente uno de nuestros filósofos, es la vida humana. No nos sentimos como una comunidad de puros o de selectos, sino de hombres y mujeres que caminan con sus contemporáneos, procurando que haya “una gran fraternidad”, como quiere el Papa Francisco.

 

            + Josep Àngel Saiz Meneses

 

            Obispo de Terrassa   

+ Josep Àngel Saiz Meneses

Obispo de Terrassa