“Que la Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios”, dice el papa Francisco en la bula de convocación del Año Santo. En la celebración del sacramento de la reconciliación o de la penitencia es cuando experimentamos de un modo particular la misericordia de Dios. La parábola del hijo pródigo es la página de las Sagradas Escrituras que mejor expresa esta realidad. A ella me voy a referir en este escrito.
Un padre tenía dos hijos. El mayor era cumplidor y observante de las normas, pero tenía más conciencia de empleado que de hijo. En cambio, la vida en casa se hace aburrida para el pequeño, que está deseoso de nuevas sensaciones. La rutina del trabajo, de las obligaciones, del orden establecido se le hace insoportable. Necesita aventuras, placeres, nuevas experiencias, libertad sin tener que cumplir órdenes de nadie. En la casa del padre se está bien, no falta de nada, se vive en paz y sobre todo hay amor, mucho amor. Pero el hijo pequeño ni es consciente de ello ni lo valora. Pide la parte de herencia que le corresponde y marcha a tierras lejanas sin importarle el dolor que pueda causar. Ante todo, “quiere vivir la vida”.
En tierras lejanas se entrega a todo tipo de vicios. Al principio las cosas le van bien; es un auténtico triunfador, el rey de la fiesta. Cargado de dinero, no le faltan amigos y admiradores. Se siente feliz y realizado porque ha alcanzado el estilo de vida que ansiaba, libre y sin ataduras, disfrutando de todo, sin límites. Pero llega un momento en que se le acaba el dinero, y con ello se le acaban los amigos y el modus vivendi. Y acaban cerrándosele todas las puertas hasta el punto de no poder acudir a nadie y acabar cuidando cerdos, el trabajo más denigrante en aquel contexto, ya que se trataba de un animal impuro. Y como todo puede empeorar, llega un momento en que ve peligrar su vida porque no le dan para comer ni las algarrobas de los cerdos, ya que él vale menos que los animales que pastorea.
Entonces recapacita y se da cuenta de que aquello no es vida, sino muerte. Por eso piensa en el retorno al hogar para volver a empezar, porque se da cuenta de que ha seguido el camino equivocado. Y vuelve a casa. Al llegar, no se encuentra las puertas cerradas, ni la prohibición de entrar, ni el castigo merecido, ni siquiera los reproches más que lógicos. Sorprendentemente, el padre está feliz porque ha recuperado a su hijo con vida. Está tan feliz que organiza una fiesta, la fiesta del perdón. Y no sólo eso, sino que además le devuelve todos los derechos que había perdido con su marcha.
A partir de su experiencia vital tan negativa y de la acogida misericordiosa del padre, el hijo puede comprender que la felicidad no se encuentra en el egoísmo, sino en vivir para los demás; que los vicios y la holgazanería no pueden satisfacer como la entrega generosa a través de un trabajo productivo; que las normas de la casa del padre no son obstáculos para su libertad, sino que son las señales que indican el camino; que lo que llena de sentido la vida es el amor compartido.
En el fondo esta parábola nos ayuda a comprender quién es Dios. El padre de la parábola es Dios. Es el Padre que nos espera siempre, que nos perdona siempre, que nos ama con un amor sin medida. Los errores que cometamos, por más grandes que llegaran a ser, no disminuyen su fidelidad y su amor. Él nos acoge con los brazos abiertos y con su perdón nos devuelve la verdadera alegría. El tiempo cuaresmal es un tiempo propicio para recorrer este camino interior de conversión y de vuelta a la casa del Padre.
+ Josep Àngel Saiz Meneses Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa