
En la carta de la semana pasada recordábamos que el misterio de la Santísima Trinidad es el centro de nuestra fe. Dios es comunión eterna y perfecta de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Buena Nueva del Evangelio consiste en que somos hijos de Dios, llamados a formar una familia en fraternidad y comunión. Hoy celebramos la fiesta del Corpus Christi, el día de la caridad, del amor fraterno. La Iglesia es misterio de comunión, de la unión de cada ser humano con Dios y con los demás seres humanos. La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y a su vez la unidad del Pueblo de Dios.
La comunión, ciertamente. no se puede imponer, no se puede obligar; se vive, se construye, se pide a Dios. El gran desafío actual es hacer de la Iglesia “la casa y la escuela de la comunión”, según nos enseñó san Juan Pablo II. Para ello es condición indispensable vivir una espiritualidad de la comunión, y proponerla como principio educativo en todos los ámbitos. Ahora bien, ¿qué significa una espiritualidad de comunión? En primer lugar, una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros; en segundo lugar, la capacidad de compartir las alegrías y sufrimientos del hermano, de intuir sus deseos y atender a sus necesidades, de ofrecerle amistad; en tercer lugar, la capacidad de ver lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo; por último, saber dar entrada al hermano, llevando su carga y rechazando las tentaciones de rivalidad, de desconfianza y envidia. De esta manera, la comunión será una realidad viva en todos los espacios del entramado de la Iglesia, y también nos permitirá acoger a todo hermano que llame a la puerta (cf. NMI 43).
Para ello es imprescindible una actitud seria de conversión, que propicia la unión con Dios y con los hermanos y el servicio desinteresado a los demás, tanto en sus necesidades materiales como en las espirituales, para que cada persona pueda llegar a la plenitud querida por Dios. La solidaridad, por tanto, es fruto de la comunión que se fundamenta en el misterio trinitario y en el misterio de la encarnación del Hijo, que muere y resucita por nuestra salvación. La unión del Hijo con cada ser humano hace que pueda decir: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40; cf. 25,45). Por eso, el encuentro con Cristo es el camino de la solidaridad y la solidaridad es fruto de la comunión.
En nuestro mundo globalizado cada vez vivimos una mayor interdependencia entre personas, instituciones y pueblos que reclama como respuesta una actitud moral y social. Para ello hay que reconocer al «otro» como persona, sentirse responsable de los más débiles, luchar por la justicia y estar dispuesto a compartir los bienes con ellos. El prójimo, contemplado desde los ojos de la solidaridad, no es simplemente un ser humano con sus derechos y deberes correspondientes y su igualdad fundamental, sino que se convierte en alguien que ha sido creado a imagen de Dios, que ha sido redimido por Jesucristo, renovado por el Espíritu Santo. La máxima expresión de solidaridad es la vida y misterio de Jesús de Nazaret, la Palabra eterna de Dios que se encarnó y habitó entre nosotros, asumiendo una naturaleza igual en todo a la nuestra excepto en el pecado.
La comunión tiene dos dimensiones. En primer lugar, la vertical, la participación en el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En segundo lugar, la horizontal, por la que compartimos ese amor con los otros. Esta comunión vertical y horizontal se expresa y se alimenta en la Eucaristía y fructifica en gestos de solidaridad con los hermanos, especialmente los más necesitados. Así se hacía en la vida de las primeras comunidades cristianas, y así se expresa y realiza en nuestras comunidades. Con estas reflexiones os invito a vivir este día de la caridad y del amor fraterno.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa