
El que fue obispo auxiliar de Barcelona, Mons. Joan Carrera Planas, solía decir que los cristianos actuales necesitamos un poco de autoestima. Lo decía no para fomentar la vanagloria, sino para superar un cierto complejo de inferioridad que nos puede acompañar. Pienso que la primera encíclica del Papa Francisco –que es también una encíclica del Papa emérito Benedicto- nos puede ayudar a adquirir una cierta autoestima, si no de cada uno de nosotros como creyentes, por lo menos de la fe como tal.
Me referí la semana pasada a la fe como factor del bien común. La fe –incluso en su acepción común de conceder confianza a alguien- enriquece las relaciones humanas. Sólo con una cierta fe en nuestros prójimos es posible lo que la encíclica llama “la bondad de vivir juntos” (Lumen fidei, n. 50).
Pero es la fe teologal –la fe en el Dios personal, uno y trino- y por tanto, la fe sobrenatural, que es una gracia o un don de Dios, “la que permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el arte de la edificación de esas relaciones humanas, contribuyendo de esta manera al bien común”.
“La fe es un bien para todos, es un bien común”, afirma la encíclica que estoy comentando y cuya lectura una vez más me atrevo a recomendar como una “buena obra” en el Año de la Fe. Su luz –la luz, la luz de la fe- no luce sólo dentro de la Iglesia, ni sirve únicamente para construir una “ciudad eterna” –en el más allá, sino que nos ayuda también a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza.
El primer ámbito de la ciudad de los hombres que la fe ilumina es sin lugar a dudas la familia. A ella dedica el Papa Francisco los números 52 y 53 de su encíclica. El Papa piensa sobre todo en la familia como unión estable de un hombre y una mujer, como comunidad de vida y de amor abierta a la comunicación del don de la vida.
En la sociedad actual existen quienes piensan que el hecho de contraer matrimonio y fundar una familia es una decisión personal y absolutamente autónoma, en la que no sería necesaria la intervención -que algunos juzgan como “intromisión”- tanto del Estado como de la Iglesia o en general de las religiones. Mucha tela habría que cortar sobre esta manera de pensar, cuyas contradicciones aparecen pronto, y ni sólo en la teoría social y jurídica, sino también en la vida tanto de los cónyuges como de los hijos.
Me voy a limitar a un aspecto práctico que la carta pontificia menciona expresamente con estas palabras referidas a la familia y la infancia: “Es importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia, que acompañen el crecimiento en la fe de los hijos” (Lumen fidei, 53). La fe es inseparable de las dudas y las crisis por las que pasa a lo largo de la vida. Pero esta realidad no quita el gran valor de la fe vivida, al nivel en que la pueda vivir un niño, en el seno de la familia y de los labios y de la vida del padre y de la madre.
Tengamos, pues, fe en la fe. En la fe cristiana, hecha plegaria confiada a Jesús y expresada en prácticas sencillas –por ejemplo, la plegaria nocturna al Ángel de la guarda-, prácticas que, gracias sobre todo a nuestras madres, acompañaron nuestra infancia y fueron la siembra que nos ha convertido en creyentes adultos. En creyentes llenos de confianza en el amor de Dios, que es “más fuerte que todas nuestras debilidades”. Así lo dice la encíclica que estoy comentando.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa