
A lo largo del año 2016, en nuestro país nos hemos sentado una media de 234 minutos al día ante la televisión, casi cuatro horas. Por otra parte, nos pasamos una media de tres horas diarias mirando el móvil o la tableta, especialmente los más jóvenes. A primera vista suena a excesivo, pero seguro que hay opiniones para todos los gustos. Lo cierto es que hoy en día se ve televisión más que nunca y que internet no ha sustituido a ningún medio concreto sino que más bien los complementa y potencia en la medida en la que dichos medios estén dispuestos a evolucionar. Eso sí, parece que la televisión deja poco a poco de ser el electrodoméstico estrella en los hogares en favor del ordenador, o más bien, de la fusión de ambos. Internet, por su parte, facilita la vida y la comunicación de las personas, acorta las distancias y los tiempos, y por los avances constantes que se producen en materia tecnológica, ofrece unas posibilidades inimaginables hace unos pocos años.
Al hombre de hoy le conviene preguntarse qué es el tiempo y cómo debe organizar y gestionar su propio tiempo. La Sagrada Escritura nos enseña que el tiempo es don de Dios, que todo el tiempo vivido en este mundo es un regalo de Dios. Recordemos Eclesiastés 3, 1-4: “Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y un tiempo para curar, un tiempo para demoler y un tiempo para edificar; un tiempo para llorar y un tiempo para reír…”. Ciertamente el tiempo es un talento que debemos hacer fructificar. Hay un tiempo para trabajar y un tiempo para descansar. Hay un tiempo para la familia, para compartir, para dialogar, para la educación, para el entretenimiento. Hay un tiempo para Dios, para la oración, para la celebración, especialmente el domingo. El primer pensamiento al levantarnos ha de ser dar gracias a Dios por el nuevo día, y el último, antes de ir a dormir, también.
En este segundo domingo de Cuaresma contemplamos a Jesús en el monte Tabor, lugar de su transfiguración. Irradia una luz brillante, mientras junto a él aparecen Moisés y Elías, y se oye una voz que dice: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo». La luz divina que resplandece en su rostro y la voz del Padre que da testimonio de él y manda escucharlo. Jesús lleva consigo a Pedro, Santiago y Juan, y les revela su gloria divina, quiere que esta luz ilumine sus corazones para cuando llegue la oscuridad de su pasión y muerte en cruz. Dios es luz y Jesús quiere que sus amigos más cercanos experimenten esta luz. Así, después de este episodio, él será en ellos como una luz interior, incluso en los momentos de mayor oscuridad.
Todos necesitamos momentos de Tabor, de luz interior intensa para poder superar las pruebas de la vida. Esta luz viene de Dios, del encuentro personal con Cristo. Para recibirla hemos de subir con Jesús al monte de la oración. Para un cristiano rezar no es evadirse de la realidad y de las responsabilidades que ésta comporta, sino asumirlas hasta el fondo, confiando en el amor del Señor. La oración no es algo accesorio u opcional, una especie de hobby, sino una cuestión de vida o muerte. Es imprescindible para superar las pruebas de esta vida. Durante este tiempo de Cuaresma, pidamos a María que nos enseñe a rezar, a encontrarnos con Dios para que nuestra existencia quede transformada por su luz.
+ Josep Àngel Saiz Meneses Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa