
La crisis económica que estamos atravesando es una crisis de la llamada “sociedad del bienestar”. Esta expresión comenzó a utilizarse en los años 80 para definir a aquellas sociedades en las cuales tiene lugar un mantenimiento y desarrollo de la economía de mercado y a la vez se ofrece un conjunto de prestaciones sociales para los ciudadanos menos favorecidos. La sociedad del bienestar se fundamenta en la prosperidad económica, y se da en los países desarrollados. Esta bonanza económica de los países desarrollados se suele construir sobre la explotación de otros países. Además, siempre hay colectivos en los países ricos que se quedan fuera de los circuitos de riqueza. Al mismo tiempo, uno de los peligros de esta sociedad del bienestar es que produzca un modelo de ciudadano cuyo principal objetivo en la vida es la acumulación de riquezas y el consumo de bienes materiales.
En nuestro occidente rico, no sólo tratamos de satisfacer las necesidades primarias, sino que se exige un cierto nivel de calidad en los productos, en los servicios, en la vida en general. Esta demanda es legítima en principio, pero ha de ser responsable y ha de estar enmarcada en una concepción integral del ser humano, de la vida, de la sociedad. El Santo Padre Juan Pablo II ya subrayaba en su encíclica Centesimus Annus (cf. n. 36) que la concepción consumista y hedonista de la vida conduce a una grave deshumanización. Ni las personas, ni los colectivos, ni los países, pueden caer en un planteamiento de producir y consumir sin control, de modo egoísta, cerrado, poniendo en peligro los recursos del planeta y abocando a los individuos a un frenesí consumista, a un planteamiento vital de diversión e inmediatez que genera el deseo de tenerlo todo y enseguida, y a la vez, desemboca en el cansancio de todo casi inmediatamente.
Buscar una mayor calidad de vida es algo lícito, siempre que la prosperidad personal no acabe convirtiendo al individuo en prisionero de las posesiones materiales y de los hábitos consumistas y perjudicando a los más débiles. Por eso es tan importante la educación de las personas para que hagan un uso adecuado de los bienes evitando los abusos y para que tengan una actitud solidaria en lugar de egoísta. Nuestras inquietudes, nuestros ideales han de orientarse a un crecimiento en el ser y no en el tener, hemos de vivir en función del ser y no del tener. No pretender acumular riquezas, sean del tipo que sean, sino procurar crecer como personas y como cristianos, conscientes de que formamos una gran familia con toda la humanidad. Que nuestro estilo de vida tenga un punto de austeridad y de solidaridad.
No iría mal que adoptáramos un estilo de vida acorde con esta sencilla plegaria que recoge el Libro de los Proverbios, dirigida a Dios (30, 7-9): “Dos cosas te pido, no me las niegues antes de que muera. Tenme lejos de la mentira y del engaño y no me des ni pobreza ni riquezas. Dame aquello de que he menester. No sea que harto te desprecie. O que necesitado, robe y blasfeme del nombre de mi Dios”. Es una preciosa oración en la que se pide a Dios sinceridad y honradez para las relaciones con los demás, y también un término medio entre la riqueza y la pobreza que pueda ayudar a mantener una conducta recta y honesta a lo largo de la vida. No pide riquezas, que llevan consigo el peligro del egoísmo, del desprecio de los demás, e incluso de Dios. Ni tampoco pide pobreza, que podría acarrear la tentación de apropiarse de lo ajeno y de renegar de Dios. Que el Señor nos conceda disfrutar de los bienes materiales sin que nos esclavicen, y compartiéndolos con los demás.
+Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa