Misa Crismal

?Introducción


"Señor, cantaré toda la vida vuestros favores"


Nos reunimos, un año más, en la celebración de la Misa Crismal. Celebramos la memoria del día en el cual el Señor confirió su sacerdocio a los apóstoles y también recordamos el día en el cual nos lo confirió a nosotros.


Hoy renovaremos a las prometidas sacerdotales. Quiero dar gracias a Dios por nuestro sacerdocio, participación del sacerdocio de Cristo, y pido de todo corazón que nos llene de su gracia, de su amor, de su fuerza, que renueve el don que nos concedió aunque nosotros seamos, cómo dice el Apóstol, jarras de barro. También os quiero agradecer el trabajo pastoral, vuestra entrega generosa al servicio del Señor y de los hermanos en los diferentes lugares de nuestra geografía diocesana.


Queridos Srs. Vicari General, Secretario General, archiprestos, prebíteros y diáconos, y de una manera especial los que celebran los 50 y los 25 años de su ordenación sacerdotal: Mn. Sebastià Heredia, Mn. Joaquim Garrit, Mn. Joan Nadal, Mn. Xavier Villanueva y yo mismo; queridos seminaristas, y queridos todos, hermanas y hermanos.



1. Llamados, ungidos y enviados


El salmo responsorial que hemos escuchado recuerda la elección de David: «me he fijado en David, mi sirviente, lo he ungido con el aceite santo». Por otra parte, el evangelio de santo Brote que hemos proclamado recoge las palabras del profeta Isaïes - «el Espíritu del Señor reposa sobre mío ya que él me ha ungido» (Lc 4, 18). Estas palabras se convierten en cierta manera en el hilo conductor de la liturgia que estamos celebrando. Se refieren a un gesto ritual que en la antigua alianza tiene una larga tradición. Con el signo de la unción, Dios encomienda la misión y hace visible su bendición para el cumplimiento del encargo que confía.


Estos hombres fueron ungidos en la antigua alianza en relación a Jesucristo, el único y definitivo consagrado, el ungido por excelencia. La declaración que Jesús hace en la sinagoga de Natzaret es inequívoca: en él se cumplen las palabras de las Sagradas Escrituras. Hoy también nosotros dirigimos la mirada a Aquél que al dar su vida para librarnos del pecado (cf. Jn 15, 13), nos reveló su gran amor; se manifestó como el verdadero y definitivo consagrado con la unción que, por la fuerza el Espíritu Santo, nos redime entregando la vida en la cruz.


La unción del Espíritu Santo y el sacrificio de la Cruz conforman la misión del Verbo encarnado desde sus inicios hasta su cumplimiento. El Jueves Santo celebraremos la institución sagramental del acto supremo de amor consumado en el Gólgota que conmemoraremos el Viernes Santo. Este sacrificio ocurre el principio de la nueva unción del Espíritu Santo y representa la prenda de la venida del Paráclito sobre los Apóstoles y sobre la Iglesia naciente.


Nuestra vocación y nuestra misión están arraigadas en la misión de Jesucristo Sacerdote. Somos sacerdotes de la Nueva y Eterna Alianza. Hemos recibido la vocación y la misión de ser mensajeros de la Buena Nueva, de curar las heridas de los corazones de nuestros contemporáneos, de proclamar la liberación del mal que esclaviza al ser humano de muchas maneras; de consolar tantos afligidos de nuestro mundo. Nuestra vocación nos lleva a vivir en actitud de servicio a todas las personas, un servicio personal e insustituible que no tiene otro sentido que el de dar la propia vida.



2. Confiados en el amor fiel del Señor


«Señor, cantaré toda la vida vuestros favores». «Mi amor estará con él fielmente, en mi nombre levantará su frente».


Nos encontramos en torno a la mesa eucarística. Recordamos aquel día en el cual al obispo nos ungió las manos con el santo crisma y fuimos constituidos ministros de los signos sagrados de la redención. Desde aquel momento, la fuerza del Espíritu Santo, derramada sobre nosotros, transformó para siempre nuestra vida. Esta fuerza divina perdura y nos acompaña hasta al fin.


El salmo responsorial nos recuerda que somos ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios, que somos colaboradores en la obra de la salvación para que la gracia llegue a todos los hombres. A pesar de nuestra pobreza e indignidad, el Señor ha querido unir sagramentalmente la misión de ser dispensadores de los misterios de la salvación a nuestra vida y a nuestro servicio. Así nos muestra su amor misericordioso, así nos manifiesta su amor fiel, que dura siempre.


Es para mí un motivo añadido de gozo y de acción de gracias celebrar éste 25º. aniversario de mi ordenación presbiteral entre vosotros. Junto con todo el presbiterio diocesano quiero renovar la gratitud a Dios por el don inmenso que nos ha hecho en el sacerdocio. Demos gracias al Señor por las maravillas que ha realizado en nuestra existencia y a través nuestro. Pidámosle que podamos experimentar cada día con más intensidad su amor fiel, y que esta experiencia nos ayude a ejercer el ministerio llenos de esperanza, pidiendo a la vez humildemente perdón por nuestras debilidades.


Recuerdo cómo el último curso antes de la ordenación sacerdotal tantas veces meditaba sobre el significado de actuar en nombre de Cristo, de actuar "in persona Christi". Meditaba y pedía al Señor la gracia de profundizar lo que significa celebrar la Eucaristía, actualización del Sacrificio de Cristo. También le pedía la gracia de entender lo que significa la misión de perdonar los pecados y reconciliar a las personas con Dios. Recuerdo con cuánta ilusión esperaba el momento de entregar plenamente mi vida a la tarea de la evangelización y al servicio de los hermanos más necesidados.



3. Dios nuestro, Padre nuestro y la roca que nos salva


«Señor, cantaré toda la vida vuestros favores». «Él me dirá: ’sois mi padre’, mi Dios, y la roca que me salva». El Señor es la Roca, el cimiento en lo que ponemos toda nuestra existencia. En él encontramos la fortaleza y la seguridad. En él encontramos la plenitud afectiva, la estabilidad, la perseverancia, la fidelidad y la fuerza moral. Como dice el Apóstol san Pablo, al cual recordamos especialmente durante este Año Paulino del segundo milenio de su nacimiento, sabemos de quién nos hemos fiado.


San Pablo acostumbraba a empezar sus cartas presentándose como Apóstol de Jesucrist por voluntad de Dios. Reconoce de esta manera que es el Señor quien tiene la iniciativa, que es Dios quien lo constituye apóstol. El apóstol es por encima de todo un testimonio enviado. Pablo ha visto al Señor (cf. 1Co 9,1), ha estado testigo del Crist Ressuscitado. Sabiéndose escogido por el Señor, responde con su vida, de que entrega totalmente a la tarea confiada: anunciar el Evangelio por todo el mundo conocido. Tarea que llevará a cabo desde la vivencia de una unión con Cristo de tal intensidad que lo lleva a decir: «para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21); y «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).


Pablo no actúa por elección propia, ni en virtud de unos poderes propios, sino como mensajero de Cristo. Como enviado, no se anuncia en sí mismo, sino aquél que lo envía. Anuncia el mensaje de su Señor, con fidelidad y coherencia, independientemente de si quiere ser escuchado o no. Para cumplir su misión se verá obligado a proponer, a exhortar y en otras ocasiones a corregir, a enderezar, implicándose siempre con intensidad en el combate de la fe, combinando la mansedumbre y la humildad, con la firmeza en las convicciones, sin caerse nunca en el desánimo, y llenando de caridad su vida y su trabajo.


Un día, camino de Damasco, el Señor resucitado irrumpió poderosamente en la vida del joven Sauce, que desde entonces se convertiría en paz. Este encuentro con Cristo le cambió radicalmente la vida, le cambió el corazón|coro. Pasó de ser perseguidor de cristianos a ser el gran Apóstol de los gentiles y a fundar Iglesias por todo el mundo conocido en su tiempo. Desde aquel momento nada ni nadie fue capaz de separarlo del amor de Dios. Desde aquel instante, no hubo dificultado ni penalidades o sufrimientos capaces de arrancar la verdadera alegría de su consagración total a Cristo.



Exhortación final


Me gustaría acabar esta homilía haciendo mías las recomendaciones que san Pau hace a su discípulo Timoteu: «Por eso te recomiendo que procures reavivar la llama del don de Dios que llevas|traes en virtud de la imposición de mis manos» (2Tm 1, 6). Reavivar quiere decir avivar intensamente, dar vida y vigor, dar ánimo y luz.


El don de Dios que hemos recibido es la participación del sacerdocio de Jesucristo con el fin de anunciar la Buena Nueva, evangelizar, servir y celebrar los misterios de Dios manteniendo la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz (cf. Ef 4, 3). La Iglesia es misterio de comunión. La comunión es una realidad profunda que se manifiesta en la vida de toda la comunidad eclesial y en la vida de cada fiel, es el misterio de la unión personal con la Santíssima Trinitat y con las otras personas.


El Espíritu Santo unifica la Iglesia en comunión y ministerio, la renueva incesantemente, la provee con dones diversos tanto jerárquicos como carismàtics1. El Romano Pontífice en la Iglesia universal, cada Obispo en cada Iglesia particular y, en definitiva, cada miembro de la Iglesia, todos estamos llamados a construir y preservar la unidad, y a hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión. Pedimos a Maria, que el pasado 11 de mayo varamos declarar patrona de nuestra diócesis bajo la advocación de Madre de Dios de la Salud, que nos ayude a vivir esta unidad, esta comunión eclesial con el fin de ser creíbles en la acción pastoral.


Pedimos especialmente que nuestra vida esté inspirada en el cántico del Magníficat que expresa la alegría Déu Salvador. Maria ha experimentado la grandeza de Dios y como ha mirado su pequeñez. Ha experimentado el amor de Dios y las maravillas que quiere realizar a través de ella, porque para Dios nada es imposible. Que el Señor nos conceda vivir y proclamar nuestro propio Magníficat, desde la conciencia de la propia pobreza y pequeñez, desde el gozo inefable de la experiencia de su amor infinito. Que así sea.